Los insultos racistas proferidos en el campo de Mestalla contra el jugador del Real Madrid Vinicius Jr. en el enfrentamiento contra el Valencia son el último episodio de un comportamiento inaceptable en los estadios españoles. Es la consecuencia de una actitud condescendiente de la sociedad y de todas las instituciones implicadas. Lo ocurrido deriva de años en los que determinados grupos de aficionados al fútbol han gozado del beneplácito de las directivas de los equipos y de la impunidad a todos los niveles. La situación ha superado el límite de lo aceptable hasta alcanzar un bochornoso eco internacional. Resulta evidente que es necesario endurecer los protocolos antirracistas en el fútbol y en el conjunto del deporte español.
La perversión de la afición.
Lo sucedido con Vinicius –del que existen innumerables precedentes desde hace demasiados años– es el claro ejemplo de una forma de entender la afición por el deporte y la defensa de unos colores por parte de una minoría que, por desgracia, se está imponiendo en los campos semana tras semana. Recurrir al insulto y la descalificación racista de los jugadores evidencia la bajeza de sus autores, pero también es un lamentable ejemplo para los aficionados más jóvenes. El deporte es una magnífica herramienta para la transmisión de valores que no puede quedar hipotecada por energúmenos.
Un acuerdo sin fisuras.
Los equipos, la Federación, La Liga, árbitros y un marco jurídico adecuado son la base de un acuerdo que marque con claridad las líneas rojas que no se pueden rebasar desde las gradas –y no sólo en la temática racista– contra los jugadores. La contundencia de las sanciones no debe dejar lugar a dudas de que el objetivo deber ser expulsar de los campos de fútbol –y otras disciplinas deportivas– a la afición más indeseable. El conjunto de la sociedad española rechaza sin paliativos esta manera de entender la pasión por el fútbol.