Cuando la huelga de los transportistas ya ha encarado la segunda semana, el Gobierno todavía no ha logrado desactivar un conflicto que amenaza con generar problemas serios de desabastecimiento alimentario y paralizar diversos sectores industriales. Pretender demorar la presentación del paquete de medidas al próximo martes –en el Consejo de Ministros posterior a la cumbre de la Unión Europea– es una auténtica temeridad tal y como está la situación. Aplazar una intervención directa en los paros acabará multiplicando los efectos adversos sobre la economía general del país, mientras crece el apoyo ciudadano a los convocantes.
Inmovilismo político.
Desde el Gobierno hay una decidida voluntad de evitar la negociación con la plataforma impulsora de la huelga, que, aunque carece de una representación reconocida, tiene un indudable poder en el colectivo de transportistas autónomos; la inmensa mayoría de profesionales del sector. A medida que transcurren los días, las medidas de presión aumentan y los convoyes deben circular escoltados por la Guardia Civil para evitar su bloqueo o los actos de sabotaje. Mientras, diferentes patronales alertan de los problemas y dificultades para mantener la actividad productiva porque el desabastecimiento ya es una amenaza real. La estrategia gubernamental de tratar de ganar tiempo no ha funcionado.
Intervención inmediata.
Países como Italia, Bélgica, Francia o Portugal ya han tomado medidas para contrarrestar el incremento en el precio de los combustibles acumulado en los últimos meses. Es un factor decisivo para los costes del transporte, pero también para todo el sector primario; el cual se ha sumado a las protestas. Con este escenario, el Gobierno no tiene otra opción que retomar las negociaciones con todas las áreas, sin excepciones, y presentar un plan que desconvoque las movilizaciones.