La limitación de la velocidad máxima en la práctica totalidad de las calles de Palma se ha traducido en un aumento exponencial de las denuncias y también de la recaudación por este concepto. Las cifras serían muy superiores si se hubiese reducido todavía más la velocidad máxima del tráfico rodado. La cuestión, por tanto, es cómo el gobierno municipal está llevando a cabo su política de pacificación de la ciudad para conseguir que sea menos ruidosa y más segura. Todo indica que, al menos por el momento, lo quiere conseguir a costa de sanciones sin ofrecer ninguna contraprestación al ciudadano.
Controles aleatorios.
Palma dispone de una red de nueve puntos susceptibles de albergar el dispositivo de radar para el control de los excesos de velocidad; los cuales se activan de manera aleatoria. En el supuesto de que los nueve radares funcionasen de manera simultánea, la cascada de sanciones sería millonaria. Calmar el tráfico es un objetivo plausible, pero mal planteado. La didáctica de la multa será de una gran eficacia de cara a las arcas públicas, pero dice poco de la capacidad de convencimiento de los responsables institucionales. Bajar la velocidad sin más sólo logra incomodar al conductor, que queda sin alternativas eficaces en el transporte público. Tráfico más lento sí, pero igual de denso que antes.
Criterios políticos.
La decisión de imponer a la baja los nuevos límites de velocidad, al igual que ha ocurrido en la vía de cintura, responde a unos criterios aceptables que fracasan cuando no van acompañados de medidas complementarias. Las estrategias para calmar el tráfico de Palma no se pueden reducir a cambiar las señales e instalar radares; requieren modificaciones en la trama urbana si de verdad se pretende su consolidación y no meros gestos de cara a la galería. Los ciudadanos seguirán pagando aun sabiendo que el problema sigue sin resolverse.