Ubicado en la elegante calle Sant Jaume palmesana, puerta discreta y una ventana a la calle, La Mirona es un pequeño espacio gastronómico de apenas cinco mesas y taburetes altos no demasiado cómodos donde la pareja compuesta por Pere y Amalia llevan tiempo ofreciendo a su clientela fiel un ambiente especial, acogedor y familiar, casi de comedor de casa, y una comida atractiva muy ligada al recetario tradicional mediterráneo. Este es un restaurante atípico. No tienen cocina en el local, debido a sus reducidas dimensiones. No hay carta, sino que Pere se encarga de comentar los platos de ese día a los que, una vez elegidos, Amalia da el toque final, con su quemador y sus pequeños hornos, en el reducido obrador a la vista del público.
Todo es artesanal e inmediato, y deja la sensación de que los platos han sido elaborados con cariño por los responsables de este local a caballo entre casa de comidas y colmado de pueblo. Tampoco hay carta de vinos, pero disponen de una buena oferta. Las botellas están colocadas en las estanterías o en el enfriador, con interesante representación de zonas tradicionales y de otras menos frecuentes –Priorato, Montsant, Jumilla, Manchuela, Ribeira Sacra, Rías Baixas, Rueda, Pedro Ximénez–, obviamente, de Mallorca, más alguna francesa. Para los no demasiado versados enológicamente, lo más recomendable es dejarse aconsejar. Los precios de los vinos son razonables.
Durante la pandemia utilizaron el take away para mantener el negocio. Ahora –y es una lástima– ya no lo hacen salvo en casos excepcionales. Una fórmula que, con su tipo de recetas, da mucho juego en las casas particulares. Pere, nacido en Sabadell y con cuatro décadas en Mallorca, es un enamorado de la gastronomía, aunque procede del mundo textil. Hace once años, cambió de actividad y abrió La Mirona con su mujer. Y hasta hoy.
En nuestras últimas visitas –dos veces en apenas diez días–, la oferta reflejaba bastante fielmente el espíritu y la filosofía de este lugar, con algunas ligeras variaciones. Las raciones son suficientes para compartirlas, y es lo más recomendable para probar las creaciones de la casa. Uno de los días, hicimos una cena suave, sin componentes carnívoros: berenjenas confitadas con anchoas, romesco y tiras finas de judías, muy sabrosas, y unos saquitos de pasta rellenos de verdura y langostino, con un toque de romesco e hinojo. Suave y delicado. Después, unos pequeños canelones de ceps y gambas, con una bechamel que recordaba la que preparaban en casa (16€). Plato que repetimos en ambas visitas. Y para completar esa eleccion no carnívora, un guiso de calamares con alcachofas, un clásico de la casa, que en la primera de las ocasiones venía con un punto algo excesivo de sal, y en la siguiente ocasión, perfecta (16€).
En la cena inicial, tomamos unos bocados de tierno tataki de atún con fonoll marí, esparraguitos y trozos de zanahoria (13,5€). Después, un estupendo guiso de pulpo con pimentón sobre una parmentier de patata, que ligaba sabores a la perfección. Probablemente, lo que nos dejó una mejor sensación entre los entrantes (17€). Sabrosos los platos de carne. Especialmente la ‘sorpresa' de ibérico con trompetas de la muerte, estofado elaborado con una de las mejores partes de ese puerco glorioso de nuestro territorio (15€). Y también jugosas, aunque menos sorprendentes, costillas de ibérico aderezadas con romero (15€). De postre, un magnífico requesón al horno encapsulado en un artesanal formato de papel de horno, cremoso, de intensidad espléndida (8,5€). Y un buñuelo de chocolate con sal y aceite de oliva. Como vino, Pago de Capellanes semicrianza, con cuerpo pero sin excesos, que maridaba perfectamente tanto con los entrantes como con los guisos de carne (19€). Estupendo y atípico restaurante en el que conviene reservar con bastante antelación, so pena de no encontrar mesa.