En el fondo de un cajón, hay quien guarda una pequeña caja con el tesoro familiar, al que se recurre buscando documentos traspapelados, un calcetín, o cuando la nostalgia aprieta. Las joyas son, además de ornamento, recuerdo y herencia. Con un anillo o colgante entre manos, la mente se aventura a la memoria de un ser querido o a dar rienda suelta a la imaginación: ¿Cómo fueron los días de gloria de aquel collar? ¿Cómo y de quién fue el enlace, fruto de esos anillos? Lejos de la galantería, representan vívidos vestigios de momentos importantes de la vida de personas, algunas en el ocaso y otras, que ya no están. Andreu Bonnín (Palma, 1966) se dedica a conservar joyas antiguas mallorquinas como muestra de lo que un día fue la sociedad de la Isla. En su haber cuenta con piezas de distintas épocas y usos, algunas restauradas por él mismo.
Desde pequeño se vio inmerso en el mundo de las joyas. Su bisabuelo paterno se inició en ello hace más de un siglo y le siguieron todos sus descendientes. Era un legado familiar y Andreu no fue menos. Con una mezcla de curiosidad y admiración, desde su infancia mamó teoría y práctica y trabajó en el negocio de su padre. Llegó a abrir su propia joyería, aunque en la actualidad no ejerce. Aún así, sigue ligado a este arte, imparte ocasionalmente talleres y conserva y repara antiguas joyas illenques: «Tengo un sentimiento muy fuerte por lo que es nuestro».
La esencia
La insularidad, el impacto de culturas mediterráneas que llegaron a la Isla a lo largo de la historia, el fuerte sentimiento religioso, el papel de la aristocracia y la comunidad judía, en cuyas manos se trajinó con las alhajas durante siglos, perfilaron la esencia de lo que es la joyería mallorquina tradicional. Entre las piezas más icónicas, que algunos se sorprenderán de tener en casa, se hallan los broches de oro y plata; la cadena de baula; el cordoncillo o el granet, esta última normalmente con una mina con los mismos grabados. Las joyas más comunes eran de carácter religioso, entre las cuales predominaban los rosarios, los colgantes con motivos cristianos o las cruces. «No fue hasta el boom turístico de los años 60 cuando las clases obreras pudieron permitirse este tipo de joyas. Las consideraban –y muchos lo siguen haciendo– como un pequeño botín familiar, un seguro capital en tiempos difíciles, que van heredando de generación en generación», señala Bonnín.
Ahora, con la globalización, se estandarizan alrededor del mundo la misma ropa, los mismos bolsos y también las mismas joyas, poniendo en peligro el estilo tradicional local. Bonnín advierte de la necesidad de su preservación: «Los que somos de aquí tenemos una obligación moral por defender lo de mar para dentro. Si no, nadie lo hará y es más que posible que desaparezca» un arte mallorquín con siglos de historia.