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'Escales de figueral', a salvo del olvido

Joan Campins, un artesano de Consell, brega a diario con la conservación de esta herramienta tradicional del campo mallorquín

Joan Campins, ultimando una de las ‘escales de figueral’ que fabrica en su taller de Consell. | Teresa Ayuga

| Palma |

Talento, experiencia, paciencia, dedicación. Todos los adjetivos encajan para describir a Joan Campins, un vecino de Consell que con su labor mantiene a flote una profesión acaso abocada al olvido, la fabricación de escales de figueral. Un hábil recurso para el laboreo, hoy resucitado por su diversificación de usos. Con sus conocimientos de carpintería, Campins se animó a encarar un nuevo emprendimiento y hoy disfruta construyendo con sus propias manos escales de diferentes tamaños, siempre acordes al molde original. La tradición no se toca.

Joan lleva en vena su pasión por la carpintería, hace años que fabrica cuchillos con elaboradas empuñaduras de madera, diseños que le han puesto en el mapa de los artesanos que, a diario, bregan con la conservación del patrimonio cultural mallorquín. Una labor silente y discreta que no debería pasar desapercibida. Su acercamiento a las escales de figueral no fue fruto de la tan en boga diversificación de negocios, sino más bien de la necesidad. «Algunos clientes me pedían escales, pero Jaume, un señor de Campanet que me las suministraba, se había jubilado y no encontraba a nadie que las fabricara. Pregunté y me moví, pero nada». Fue entonces cuando constató que estaba ante «una profesión en vías de extinción».

Se puso en contacto con el artesano, que a sus 84 años no tenía a quien pasar el testigo, y aunque inicialmente pretendía convencerle de hacer un par de escales, «se me encendió la bombilla y le dije que ya que tenía las máquinas para hacerlas, que me pasara las plantillas e intentaría hacerlas». Dicho y hecho. Asimiló los conceptos en tiempo récord y, gracias a su experiencia previa, terminó su primera escala. «La hice en apenas unas horas y la expuse a la entrada de la tienda. Ese mismo día entró un señor, la compró y se la llevó», recuerda mientras se encoge de hombros, consciente de haber dado con un caballo ganador. Aunque tiene claro que «con esto no me voy a hacer rico», no le va mal, «hay meses que no hago ninguna y otros en los que me piden veinte». Tal cual. «En una ocasión vino una cooperativa de Binissalem y encargaron una veintena, estuve cuatro o cinco días haciendo escales», desliza con una sonrisa.

En la entrada de su comercio, Campins Ganivets de Mallorca, en Consell.

Segunda juventud

Como decíamos, esta segunda juventud de las escales de figueral va en paralelo con su diversificación de usos. «Una señora me encargó una y en un par de días pasó a recogerla. A los dos días me pidió otra, y a la siguiente semana otra, y así otra vez. Al final le pregunté que para qué quería tantas y me contestó que la primera la había puesto en el jardín, junto a la piscina, para colgar las toallas. Decía que quedaba muy bien. Y así debía ser porque todas sus amigas quisieron imitarla y le encargaron más escales para sus jardines».

Arribar i moldre. Esta expresión, réplica catalana al castizo ‘llegar y besar el Santo', le viene como anillo al dedo a un Joan Campins que, de la noche a la mañana, aumentó sus ingresos gracias a las escales de figueral. «Desde el principio han tenido mucha aceptación», reconoce. Su clientela va más allá de la Isla –donde la compran mallorquines nostálgicos y algún extranjero–, «he enviado algunas a la Península, y una escultora mallorquina utilizó cuatro escales en una de sus obras, expuesta en Asturias». Incluso un reconocido entrenador de tenis, se hizo con una «para exponer su colección de raquetas».

Aunque la crisis económica le golpeó con fuerza, con su tenacidad y conocimientos Joan revirtió la situación y hoy otea un «futuro esperanzador». ‘Esperanza', qué palabra. Ninguneada por Scott Fitzgerald, quien escribió que ‘la esperanza es aguardar a que otro tome la iniciativa, viviríamos mejor sin ella'. Pero, ¿saben?, ni siquiera el autor de El gran Gatsby podrá arrebatarle el orgullo de haberse reinventado, en plena cincuentena, para salir del atolladero.   

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