Valen igual para un roto que para un descosido, y el bolsillo del común de los mortales agradece su labor artesanal. A pesar de que en el presente impere lo efímero, la fabricación en serie y masiva, y la cultura de ‘usar y tirar', los zapateros continúan al pie del cañón, ejerciendo un oficio ancestral en el que, de forma habitual, se adentran a través de la herencia familiar.
En la calle de Ticià, una travesía de Blanquerna (en Palma), se encuentra Es Sabater, un taller que cuenta con clientes de toda la Isla, regentado por el alaroner Jaume Capó, de 36 años, quien proviene de una larga estirpe de zapateros. «Mis bisabuelos ya se dedicaban a esto en Artà, desde 1908; fue mi padre, Tòfol, quien abrió este taller», dice Jaume que, además de realizar reparaciones de toda clase, fabrica calzado ortopédico a medida. Aunque todavía repara zapatos de piel, en los últimos años se ha especializado en el calzado deportivo, de senderismo, escalada o trail running. «Las grandes superficies y el inevitable aumento de los precios, a raíz de la escasez de materias primas y la subida del precio de la luz, han hecho mucho daño a la artesanía. Aun así, el año pasado fue bueno, la gente se lanzó a reparar», afirma Jaume.
Discutida extinción
«El oficio se encuentra en vías de desaparición: es muy artesanal y requiere de un largo aprendizaje. A día de hoy, la gente no valora la mano de obra, y menos con el calzado tan barato que se encuentra en el mercado», sostiene el uruguayo Manuel Baldomir, de 62 años, al frente del taller Balpu, en la céntrica Plaça de la Mercè desde hace 12 años. Manuel heredó el oficio de su padre, que a su vez lo aprendió en Galicia, con solo nueve años. «El oficio no ha cambiado mucho. Utilizo los mismos materiales que hace cuatro décadas, al igual que la máquina de finisaje que, con un buen mantenimiento, apenas se estropea», afirma Baldomir. Las reparaciones más comunes son el cambio de suelas y tapas, además de pegar zapatos. «Es algo que antes no se hacía. Aunque los pegamentos hayan mejorado, los zapatos vienen peor de fábrica».
Jesús Gómez, del taller Mestre Ràpid, del barrio de Sant Jaume, es más optimista respecto al futuro de la profesión: «El oficio nunca se va a perder; nadie tira a la basura unas botas o unos zapatos de 200 euros porque le aprieten o la cremallera no funcione», afirma Gómez, quien no aprendió el oficio de un familiar, a diferencia de sus colegas, sino que comenzó con 21 años en las antiguas Galerías Preciados, una vez finalizado el servicio militar obligatorio. «Los zapatos de ahora son más maluchos, antes la fabricación era mucho mejor. Pero en este barrio todavía me traen zapatos caros, de muy buena calidad», afirma el zapatero que, como sus compañeros de oficio, realiza una gran variedad de labores, como el duplicado de llaves o el arreglo y teñido de artículos de piel. «Lo que más me gusta es el trabajo artesanal y la atención al público, cada persona viene con un problema distinto y debes adaptarte a sus necesidades», declara Jesús, que tiene motivos para mostrarse optimista, pues sus hijos, Óscar y Daniel, continuarán con su legado.
«Mi hermano fue quien me introdujo en el oficio; como no tengas un amigo o un familiar que te enseñe, no hay donde aprenderlo», explica José Gómez, zapatero desde 1997, cuyo taller se encuentra en la calle Valldargent, cerca de la plaza Madrid. «El oficio va en descenso por el consumismo y el calzado barato y de temporada. Antes se apostaba por la calidad, con un buen zapato bastaba; ahora prefieren tener cuatro pares de zapatos de diferente color. Desde hace quince años hasta hoy, el volumen de trabajo ha menguado de forma considerable. Lo que salva el oficio es la redistribución del trabajo. Si antes había medio centenar de zapateros en Palma, ahora quedan veinte, por lo que se reparte la faena», concluye Gómez.
José María García cambió su trabajo de electricista por el de zapatero con la crisis de la construcción, en los años 90. «La reparación de calzado es algo romántico; es de lo que realmente disfruto, aunque lo que me salva la vida es el duplicado de llaves, sobre todo la reparación y la programación de llaves de coche. Suponen el 75 por ciento de la caja», sostiene José María García, que se encuentra en la calle Balmes. «Hace una década que el negocio no funciona tan bien. Hay quien tiene una clientela fija, que ayuda mucho. La gente lo encuentra todo caro, no se valora el trabajo manual», dice por su parte Pedro Ginard, de la barriada de Son Ferriol.