En la cárcel vieja de Palma vivirán unas cincuenta personas, puede que más. Entre ellas, tal vez la mitad, y siempre que el coronavirus lo permita –porque durante el confinamiento no han podido– se buscan la vida, ya bien a través de la venta de chatarra, ya bien gracias a trabajos ocasionales, mientras que unos pocos viven con la paga que perciben –desde luego, de poco dinero; tan poco que no les da para el alquiler de una habitación y afrontar pagos de comida y ropa–.
Son personas que ni beben, ni se drogan, sino que pretenden sobrevivir honradamente.
El rumor...
Alguien les ha dicho que Cort va a reconvertir el viejo establecimiento penitenciario en un centro cultural, por lo cual se tendrán que buscar un techo bajo el que cobijarse. Que se tendrán que ir de allí, vamos. Pero ellos dicen que «de eso, ni hablar». Que no se van. Que ahí, aunque mal, sobreviven. «Aparte de que no tenemos adónde ir», nos dice Olga, que se erige en portavoz del grupo formado por una decena de personas, que habitan lo que fueron dependencias de los funcionarios, además de un viejo almacén, que han revestido con muebles que encontraron en ellas, o en la calle, lo que significa que viven con lo mínimo e indispensable: una cama, una mesa, cuatro sillas, una palangana donde lavarse con el agua que traen en garrafas de un fuente cercana, un infiernillo donde calientan la comida que les lleva Cruz Roja, Médicos del Mundo, Tardor, a donde también pueden ir a comer, y algunos particulares… Para hacer más, al principio de la pandemia limpiaron el entorno de donde viven, amontonando la basura, a la espera de que EMAYA les mande unas bolsas donde meterla y dejarla en la puerta para que pasen a recogerla.
Este deseo, en su nombre, lo publicamos en esta página repetidas veces a lo largo de los últimos meses, pero no les han hecho caso, pues la basura sigue donde estaba, convertida en refugio de ratas, grandes como gatos, y en un foco de infección. «Somos pobres –nos dice Toni Aguado, uno de los que allí viven, señalando la basura–, pero merecemos que nos quiten esto. Si nos traen bolsas, las llenaremos y las dejaremos fuera, para que las recojan y se las lleven. Pero… ¡es que ya no sabemos cómo pedírselo!».
«No tenemos adónde ir»
Volviendo a Olga, que confiesa que vive en este lugar con su pareja desde hace casi dos años, nos dice que «de aquí me tendrán que sacar a palos. Porque si me dicen que me vaya, pero no me facilitan un techo donde meterme, como han hecho con otros, soy capaz hasta de encadenarme. Me parece muy bien que el ayuntamiento quiera convertir esto en un centro cultural, pero a ver qué va a hacer con nosotros. Que si vivimos aquí es porque no tenemos otro sitio a dónde ir, aparte de que tampoco tenemos recursos. Y creo que, como yo, piensan los demás. ¿A dónde vamos? Porque nosotros vivimos –se refiere a su compañero y a ella– de una ayuda de 390 euros que recibe mi pareja por enfermedad, más otra que recibo yo por haber sido maltratada, pero que ahora, en agosto, se me acaba y… Pues como le digo, aparte del apoyo que tenemos de quienes les he dicho, por aquí no han pasado ni los Servicios Sociales, ni representantes de entidades oficiales para ayudarnos, o para preguntarnos. Solo ha venido la policía para que nos identificáramos insinuándonos que nos tendremos que ir de aquí, porque quieren reformar esto».
«Haré lo que hagan los demás»
De la misma opinión es Rebeca Garriga Cortés, que vive desde hace tres años en una pequeña dependencia, junto a la entrada principal, en la que apenas cabe una cama. «Vivimos aquí porque no tenemos trabajo ni dinero para pagarnos una habitación. Y para vivir en la calle, vivimos aquí, donde al menos tenemos un techo. ¡Y que no nos manden a Ca l'Ardiaca! –dice–. Que ese sitio lo conocemos, y en él no se puede estar, sobre todo por según qué gente hay».
Rebeca carece de ingresos, «vivimos de la comida que nos traen Cruz Roja y Médicos del Mundo, pero no sé si eso se va a acabar». En cuanto a qué va hacer si les dicen que se tiene que ir de ahí, «pues haré lo que mis compañeros, si es necesario atarme para que no me echen». Pues que tome nota quien corresponda. Los moradores de la cárcel vieja no lo van a poner fácil si los quieren echar de ella. Se irán sin ninguna objeción siempre que les facilitan otro lugar donde vivir, como han hecho –dicen– «con la gente de Son Banya, que les han dado una casa».
Y es que si no se quieren ir es porque no tienen dinero, ni saben cómo conseguirlo, y el que lo tiene –muy pocos– es un ingreso tan escueto que no le alcanza para alquilar una habitación.