El director general de la FAO, el senegalés Jacques Diouf, acabó reconociendo de forma implícita esta decepción, al pedir individualmente a los países miembros que aprueben medidas concretas contra esta lacra, en su última intervención ante la asamblea.
El objetivo de reducir a la mitad hasta 2015 los más de 800 millones de hambrientos que hay en el mundo, asumido en la anterior cita de 1996, se convierte, de este modo, en una meta que, en lugar de acercarse, se aleja del punto de partida.
Como se ha constatado en Roma, en los últimos seis años apenas se ha avanzado en la ardua tarea de maquillar los horrores del hambre, con sus 24.000 muertos al día, sus 300 millones de niños famélicos, sus cotidianas tragedias, pese a la abundancia sin precedentes. «Sólo con la comida que se desecha en los mercados italianos se podría alimentar a 20 millones de personas al día, pero el mundo desarrollado está más pendiente de sus 300 millones de obesos», señaló un delegado africano.
Las viejas contradicciones alcanzaron tono de contundente denuncia en las sucesivas intervenciones ante el pleno de la asamblea de la FAO, que se sucedieron desde el lunes hasta ayer en una interminable letanía de quejas. La ausencia masiva de los líderes de los países del Primer Mundo fue recibida como un signo de agravio y como la prueba irrefutable de su desinterés por el problema del hambre.
Desde la tribuna se levantaron muchos dedos acusadores, como el del presidente sudafricano, Thabo Mbeki, que habló directamente de «escasa atención de las potencias mundiales por la vida humana». Para ahondar aún más en la brecha, buena parte del medio centenar de jefes de Estado o de Gobierno -africanos y asiáticos en su mayoríapresentes en la cumbre pidieron que se trate al hambre con la misma urgencia que al terrorismo tras el 11 de septiembre.