Las lacras del narcotráfico y la delincuencia han marcado a lo largo de las últimas décadas a una barriada que derrocha historia y tradición aunque se ubica en la periferia de Palma. Pese a ello, La Soledad y sus vecinos de toda la vida, los que quedan todavía ante un envejecimiento progresivo de la población, intentan resistir y mantener viva la esencia de un espacio que estos últimos días ha vuelto a estar en primera línea informativa por un tema que no es nuevo y que ha castigado su imagen.
Y que la deja lejos de aquella barriada popular, familiar y en la que florecía un destacado tejido comercial, unido al industrial que ha marcado buena parte de su historia. Los orígenes de La Soledad se remontan al siglo XVI, cuando se levantaron el convento y la primera iglesia en aquel espacio alejado por entonces de la ciudad. A mediados del siglo XIX, la llegada de una población estable a los terrenos de s'Hort des Ca -la zona sur de la barriada- marcó un punto de inflexión.
De la misma manera que los primeros atisbos de actividad industrial, con la fábrica de mantas de Can Ribas. Tras ello, la construcción de nuevas viviendas fue en aumento, paralelamente a la llegada de nuevos perfiles industriales avanzado el siglo XX, con la instalación de fábricas como Can Roca, Maquinaria Agrícola Janer o Zapatos Salom, que producía los conocidos Gorila.
A ambas orillas de la calle Manacor fue creciendo la barriada, vertebrada en la vertiente sur por la parroquia (Nuestra Señora de La Soledat) y un entramado de calles marcados por la leyenda negra del narcotráfico, y al norte por la Plaça de Sant Francesc Xavier y el colegio que lleva el nombre de la barriada y ha visto formarse y crecer a miles de sus vecinos. En esa zona se halla el único parque infantil de la zona.
Muchos de ellos ya no residen allí y el vacío dejado por ellos y sus familias se plasma en el abandono de plantas bajas y viviendas que, en algunos casos, dejan paso a nuevas construcciones de dos plantas a lo sumo. El citado tejido comercial es otra de las víctimas de la transformación del barrio, que ha perdido establecimientos emblemáticos como sus hornos, muchos bares y otros que dejaron huella, como Cas Bombero o Comercial Moragues.
Eso sí, la suciedad y desatención no dejan de marcar el paisaje de la zona sur de la barriada, donde el olor a cannabis resulta inseparable del ambiente, en el que se respira silencio y tranquilidad tras la tormenta derivada de la operación policial de días atrás. Pese a todo, Emaya está presente aunque su labor se antoja complicada y ardua, más cuando solares particulares son utilizados como depósitos de todo tipo de materiales y objetos.
A nivel sanitario, la UBS Emili Darder del Nou Llevant, el PAC de Sa Graduada y Son Llàtzer son sus referencias, con servicio de transporte a demanda de la EMT hasta la primera, con varias paradas a lo largo de la barriada, una de ellas frente a la iglesia, lugar emblemático y sagrado dentro de un espacio complicado a nivel social y que preside la Plaça dels Mínims. Las comunicaciones pasan por la calle Manacor o la Avenida de México, por donde transitan las líneas de autobús que conectan la zona con Palma y los centros hospitalarios.
Centros educativos como el CEIP La Soledad o el San Vicente de Paúl forman la oferta que conecta la barriada con el centro de Palma o centros hospitalarios como Son Llàtzer. La presencia policial existe, tímidamente aunque constante, aunque el momento refleja una tensa calma en el entorno que puede sorprender a quienes no son habituales de ese espacio de Ciutat, en el que pese a la tradición industrial pasada, resisten algunos pequeños talleres, además de otros espacios como el emblemático hostal Sorrento.
La recuperación del espacio de Can Ribas, fábrica emblemática de la zona, y la construcción en su entorno de viviendas de protección oficial han ayudado a revitalizar un área anexa al floreciente Nou Llevant, del que unos metros y unas pocas calles separan al núcleo duro de una barriada que fue perdiendo su representación vecinal y cuenta con un centro sociocultural que permite dinamizar la vida de los más mayores y otros colectivos a seguir de cerca en una zona en la que el riesgo de exclusión social es evidente, y que pese a los azotes de la droga y la delincuencia, mantiene en pequeñas dosis parte de su ADN todavía intacto.