Durante la mayor parte de su vida en Mallorca Robert Graves permaneció en Ca n'Alluny, la casa de Deià que en 2006 fue adquirida y acondicionada por la Fundación Robert Graves para mostrar al gran público cómo era la residencia del escritor; pero también es cierto que a principios de los años cincuenta, al llegar el momento de escolarizar a sus hijos William, Joan y Lucía (Tomàs aún no había llegado), la familia Graves se instaló en el, entonces, emergente Eixample de Palma, en el número 73 de la calle de Guillem Massot (actualmente 45) donde a partir de hoy una placa conmemorativa recordará su estancia en el barrio.
Graves alquiló el primer piso-izquierda (denominado ‘principal') del edificio de cuatro plantas y el segundo como lugar de trabajo y residencia del tutor de su hijo William, Martin Seymour-Smith, que convivía con su prometida, Janet y con un podenco ibicenco llamado ‘Lealaps'. Posteriormente, cuando el tutor regresó a Inglaterra, la familia Graves al completo pasó a residir en el segundo piso, cuyas ventanas que daban al norte –el dormitorio principal y la sala que Graves convirtió en despacho– mostraban al otro lado de la calle la frontera entre la ciudad y el campo.
En la casa de Guillem Massot Graves escribió ‘Los mitos griegos', ‘La hija De Homero' y un compendio de historias mallorquinas que incluyen ‘Una bicicleta en Mallorca', relato en el que Graves narra la peripecia de un desconocido que un día intentó suicidarse en la escalera de su domicilio palmesano, lanzándose sin éxito desde distintas alturas, cayendo siempre sobre la bicicleta que su hijo William solía dejar junto a la barandilla, que aún hoy luce las abolladuras que causó el insólito incidente.
La casa del segundo piso de Graves compartía rellano con el domicilio y consulta de la comadrona Catalina Cerdá, casada con don Joan Bosch, que era practicante y ambos tenían dos hijas, Lina y Margarita. Esta última contribuyó a la difusión de una de las más glamurosas leyendas de la escalera que se fueron divulgando durante años. Contaba Margarita Bosch que cuando Graves y familia se ausentaban dejaban una llave en casa de la comadrona por si surgía alguna eventualidad. En una ocasión, pasadas las diez de la noche, llamaron a la puerta y resultó ser «aquella chica tan guapa del cine» –contaba Margarita Bosch–, que iba con un hombretón de color con una vistosa cadena de oro al cuello. En efecto, en 1956 Ava Gardner visitó a los Graves, se instaló en Deià, quizás en alguna ocasión estuvo en el piso de Guillem Massot, pero la verdad es que esta anécdota jamás ha sido confirmada por la familia.
Su vida diaria
Tanto en su domicilio de Deià, Ca n'Alluny, como en el piso situado en la calle de Guillem Massot de Palma, Robert Graves observaba idénticas costumbres. Se levantaba a las ocho en punto de la mañana y lo primero que hacía era preparar dos desayunos de pa amb oli amb tomàtiga (que le gustaba mucho) y llevaba uno de ellos a Beryl Pritchard, su esposa, acompañado de un poco de confitura servida en el interior de un duro de plata que tiempo atrás el propio Graves había fraguado en forma de vasija, a golpes de martillo; luego se encerraba en el despacho con Karl, su secretario, para poner escritos en limpio y pasarlos a máquina, porque Robert Graves escribía siempre a mano.
Hacia la una del mediodía los Graves comían en familia y los muchachos (Guillem, Lucía, Tomàs y Joan) tenían que tener cuidado en no reservarse el mejor bocado del plato para el final, porque a menudo su padre se lo birlaba y cuando ellos le explicaban que justamente se lo habían reservado para el último momento, él contestaba: «ah, creía que no te gustaba», cuenta William Graves. «Si ponías un codo encima de la mesa, lo apartaba inmediatamente con una sacudida, o si te empinabas con la silla te daba directamente un cachete, no tenía ninguna manía», recuerda.
Su momento diario de evasión
Después de la comida a Robert Graves le gustaba fregar los platos porque «era una acción manual que le permitía pensar sin interferencias», recuerda William Graves. Y es que en la prosaica tarea de fregar los platos el escritor encontraba un momento para él mismo, un instante de privacidad idóneo para dar rienda suelta a su genialidad.