Han pasado más de siete meses desde que se confirmaron en el mundo los primeros casos de infección por coronavirus SARS-CoV-2 y desde que se publicó, por científicos chinos, su secuenciación genética. En este tiempo se ha aprendido mucho pero la ciencia tiene todavía que responder a preguntas clave.
Y es que se trata de un virus nuevo, para el que no hay inmunidad previa en la población, que se transmite por gotículas y contacto y cuya enfermedad tiene un período de unos días en el que el afectado puede estar presintomático o sintomático, pero siempre con capacidad de transmisión, y en la que también hay asintomáticos que contagian.
«Es sencillamente la peor pesadilla para un epidemiólogo que intenta controlar una epidemia», resume a Efe Ignacio López-Goñi, catedrático de Microbiología de la Universidad de Navarra.
La tecnología puntera y colaboración científica internacional permitieron conocer «la identidad» del virus enseguida: los primeros casos de sida se describieron en 1980 pero se tardaron años en descubrir cuál era el agente causante, el VIH. Ahora, solo en cuestión de días se averiguó que detrás de los primeros casos de COVID-19 en Wuhan estaba el coronavirus SARS-CoV-2.
La obtención de su genoma completo -se siguen secuenciando muestras- permitió investigar sobre su origen, sus antepasados (es muy parecido a otros virus aislados en murciélagos), su evolución o su relación con otros coronavirus, e implementar sistemas de detección molecular como las pruebas PCR, ahora conocidas por todos.
Pero también sirvió para conocer cómo entra en nuestras células, usando la proteína Spike (la llave) que se une a otra humana denominada ACE2 (la cerradura) y sirviéndose además para ello de unas proteasas celulares (la furina y la TMPRSS2). Estas proteasas y el receptor ACE2 están en gran cantidad de tejidos humanos, lo que hace que el virus pueda infectar células diferentes.
Esta información ha sido esencial para proponer posibles tratamientos e investigar vacunas, en las que decenas de grupos de investigación de todo el mundo, también españoles, se afanan. Si bien aún no existe una definitiva, los procesos se han acelerado y hay varios prototipos en fase III de ensayos clínicos -la última-.
Para las vacunas es positivo que el coronavirus no mute muy rápido; estas se basan en la secuenciación del SARS-CoV-2 y un cambio importante en esta línea podría obstaculizar su eficacia.
Sin embargo, sí se ha identificado alguna mutación que puede afectar a la infección. Se ha visto una mayor presencia de aislamientos del coronavirus que portan la mutación D614G y los estudios en cultivos celulares demuestran que la nueva cepa con esta mutación infecta con mayor eficiencia que la original y provoca una carga viral más alta en las vías respiratorias.
Esto apunta, según López-Goñi, que la variante mutante puede ser más infecciosa, pero eso no quiere decir que sea más virulenta: la mutación no se asocia con un aumento de la severidad de la COVID-19.
La ciencia ha logrado también afinar en la dinámica de transmisión: a menos de dos metros, por contacto, cuando se tose, estornuda o habla alto.
Sigue sin saberse qué cantidad de virus es necesaria para una infección, pero sí que siempre es peor en sitios cerrados, con mucha gente, con personas en contacto cercano y durante largo tiempo. Se conoce que hay personas y eventos «supercontagiadores» y también que las mascarillas, la higiene frecuente de manos y la distancia social forman parte del «abecé» de la protección.
En particular, la infección por aerosoles -las gotas más pequeñas, de menos de 5 micras- no ha estado exenta de polémica y sigue generando debate científico.
Por ejemplo, no está clara la distancia y duración de las gotículas. Recientemente, una investigación preliminar -sin revisión por otros expertos- de la Universidad de Florida encontró virus «viable» en el aire de una habitación de hospital a casi cinco metros del paciente, muy por encima de las recomendaciones de distanciamiento social de dos metros.
Hay científicos que defienden que ya hay pruebas suficientes de la transmisión aérea (aerosoles) y otros que señalan que la detección del virus en aerosoles no significa que este mecanismo sea el principal responsable de la propagación de la infección, recuerda José Ramón Paño, del Servicio de Enfermedades Infecciosas del Hospital Clínico de Zaragoza.
Una de las incógnitas en las que aún indaga la ciencia es por qué muchas personas infectadas no presentan síntomas (hay estudios que las cifran en un 20 %). Se ha sugerido que por desarrollar una respuesta inmune rápida, por presentar una inmunidad previa por una reacción cruzada con otros coronavirus, por factores genéticos o porque la carga viral sea muy baja en el momento de la infección.
En los niños se ha apuntado que pueden tener un sistema inmune inmaduro que no desarrolle esa tormenta de citoquinas (moléculas) que hace que el sistema inmune se descontrole y que parece ser uno de los factores que agrava la enfermedad, o que la frecuencia de estímulos inmunológicos recibidos por vacunas infantiles tengan cierto papel protector inespecífico contra el coronavirus, pero aún no se sabe a ciencia cierta, según López-Goñi.
Tampoco está clara la reinfección y cuánto dura la inmunidad. Tras el seguimiento a 349 pacientes sintomáticos, científicos chinos constataron que el 70 % mantiene anticuerpos neutralizantes al menos seis meses, y otro estudio preliminar a partir de un brote en un barco sugirió que estos anticuerpos podrían prevenir de nuevas infecciones.
En cuanto a las personas sanas, varios trabajos han apuntado que algunas podrían tener células inmunitarias capaces de reconocer al SARS-CoV-2 y el motivo podría encontrarse en infecciones previas con otros coronavirus como el del resfriado común, aunque esta posible reactividad cruzada debe aún estudiarse en profundidad.
La COVID-19 afecta fundamentalmente a los pulmones pero en casos graves el daño puede extenderse al corazón, hígado, riñones y a partes del sistema neurológico, pero aún no se conoce su duración.
José Ramón Paño afirma que todavía es demasiado pronto para poder hablar de secuelas, entendidas como una consecuencia definitiva o a largo plazo; no ha transcurrido el tiempo suficiente desde el momento de la infección inicial.
Desde esta perspectiva, las que más preocupan son las secuelas respiratorias en relación con una posible evolución a fibrosis pulmonar en algunos pacientes, declara este experto, para quien también es destacable la variabilidad en la recuperación. «Hay personas que recuperan la normalidad en pocos días pero hay otras cuyos síntomas persisten en lo que algunos han denominado 'covid largo o prolongado': cansancio, debilidad marcada, dolores musculares u osteoarticulares, dolor de cabeza o dificultad para concentrarse».
Son síntomas muchas veces con poca correlación objetiva pero no por ello menos importantes si alteran la calidad de vida del paciente; «afortunadamente, la inmensa mayoría, más o menos lentamente, tienden a la resolución de sus síntomas».
«Nuestra prioridad ha sido y sigue siendo que los más graves sobrevivan el embate inicial de la enfermedad, pero es necesario prestar más atención (investigación) a las consecuencias a medio y largo plazo», concluye este médico del Clínico de Zaragoza.
El control de los brotes es ahora el quebradero de cabeza de autoridades y sanitarios. Para frenarlos, además de respetar las normas y dotar a las ciudades de rastreadores, es necesario desarrollar sistemas de autodiagnóstico rápido, sencillos y baratos que no requieran muestras de sangre y se puedan realizar en casa.
Aunque la sensibilidad sea menor que con una PCR, podrían ser útiles para el cribado de la población, opina López-Goñi, quien asegura que la tecnología está desarrollada, solo hay que implementarla.
Hay que tener datos fiables, coordinados y rápidos; para el investigador de la Universidad de Navarra es «sorprendente» que esto aún no sea posible. Sin datos -dice- es muy difícil gobernar una pandemia.