Resulta muy dificil escribir una crónica sobre el trabajo de los voluntarios que tratan de limpiar de chapapote la costa gallega sin incurrir en la reiterante referencia a la frustración, el estupor y la impotencia de los desplazados desde otras comunidades para los que las únicas herramientas disponibles son las propias manos enguantadas y una paciencia sin límites.
Tal vez la mayor novedad que se pueda aportar es el hecho de que se trata de una expedición mallorquina de 163 personas, que ayer empezó su turno en a playa de Nemiña, a unos 20 kilómetros de Muxía, en la Costa da Morte. Y lo cierto es que la jornada había empezado perfecta porque en Son Sant Joan todo estaba previsto, gracias a Chema Àlvarez y a Richard Samuel quienes, además de organizar el viaje, coordinaron los trámites del embarque, aunque dos jóvenes no pudieron embarcar porque la lista estaba completa, si bien después se descubrieron dos ausencias que hubieran posibilitado ser cubiertas por las dos frustradas voluntarias, pero ya era demasiado tarde para solucionar el problema planteado.
Tras un vuelo perfecto, a las 10.30 los cuatro autocares fletados llegaron a Muxía. En el mismo puerto los viajeros pudieron desayunar en una lonja en la que los soldados servían café con leche o chocolate, con unas pastas, fruto y zumos, lo que fue celebrado por muchos ya que buena falta hacía siendo como era, el de ayer, el día más largo para muchos de ellos. Una rápida visita al pabellón deportivo que hasta el viernes les servirá de dormitorio y vuelta al puerto para recibir las instucciones y el equipamiento, es decir, un mono impermeable blanco, guantes, gafas, mascarilla y unas botas de goma cuya particularidad común era que ya llevan el chapapote pegado.
Una vez uniformados, los voluntarios subieron a tres camiones de carga militares y el resto en un autobús de Protección. Sin que pueda explicar la razón, los mallorquines permanecieron en los vehículos casi media hora, lo que para algunos resultó «angustioso», según comentaron a Ultima Hora, y a continución la caravana se puso en marcha tomando una carretera comarcal que transcurre entre bosques de eucaliptos y espectaculares orreos de piedra.
A simple vista, la hermosa playa de Nemiña parece intacta, y sólo las rocas delatan la negrura del vertido asesino. Pero al llegar a la arena, la realidad resulta espeluznante. Los voluntarios no se lo piensan dos veces y empiezan su tarea imposible. Chema, que es gallego y por eso ha organizado el viaje, quiere ocultar su sollozo, que no pasa desapercibido a este reportero. «No me imaginaba que esto pudiera ser así», exclama viendo los millones de pequeñas «lentejas» que se esconden y se escurren en la arena. Él, como los demás, ya pronostica que se trata de una labor imposible e inútil. Sin herramientas, sin un miserable rastrillo, ni un cedazo con el que separar la arena.