La jornada en el convento de las Caputxines comienza a las 06.30 horas. Después de los laudes y del desayuno, las monjas empiezan a trabajar: planchado de ropa litúrgica, encuadernación, velas, dulces en Navidad. A eso, las hermanas pueden sumar algunos donativos y los ingresos del museo, pero apenas les alcanza para cubrir los gastos corrientes, y mucho menos para costear los 96.500 euros que supondría la reparación del muro que da a la calle Can Oliva, con humedades y un grave riesgo estructural.
Las religiosas lo tuvieron que apuntalar apresuradamente hace un tiempo. De momento, ha aguantado, aunque ya han detectado algunos desprendimientos en el lado del callejón. «Cuando llueve el agua cae a borbotones. Tenemos miedo de que se derrumbe sobre la calle», explica la abadesa, Sor Paulina. Anexo al muro, junto al huerto, hay una edificación que en el pasado albergó animales, dos pisos ahora poblados por hileras de puntales.
Las Franciscanas de la Tercera Orden Regular no llegaron a ver el establo en funcionamiento. Entraron en 2006, cuando el obispo Jesús Murgui les pidió que se hicieran cargo del convento y las cuatro caputxines que quedaban, todas de avanzada edad. De hecho, por ese mismo motivo una de las primeras inversiones fue la instalación de un ascensor. «Si no, varias hermanas no podrían bajar del primer piso y hacer vida normal en comunidad. Una murió con 105 años», recuerda Sor Paulina. La otra intervención más urgente fue reparar los tejados. En estas dos necesidades se fueron la mayor parte de los esfuerzos: «Tuvimos que pedir dinero a mucha gente, incluso a familiares», rememora la abadesa.
A partir de ahí, han ido surgiendo nuevos problemas en el antiguo edificio, construido el año 1660, que las religiosas capean como pueden. Ventanas que no se abren, pintura desconchada, desperfectos de diversa índole que se acumulan: «Es que nos desbordan las cosas». Por eso, las religiosas piden ayuda de todo aquel que sepa de carpintería, fontanería o electricidad y quiera echar una mano. Las puertas están abiertas también para quienes se animen a cuidar del acogedor huerto del patio interior. La restitución del muro perimetral, en cambio, se les queda grande a las nueve monjas. A eso añaden otro muro interior que las caputxinas cubrieron precariamente con otra pared y que ahora está generando nuevos problemas de humedades.
«La divina providencia no nos falta nunca», desliza una hermana que pasa con una bolsa con calabacines. Las religiosas viven día a día gracias a donativos de particulares y el Banco de Alimentos. «Hay momentos que andamos justas, aunque siempre hay gente que ayuda. Esta semana nos dieron mucha berenjena y hemos estado comiendo berenjena de todas las maneras. Hay un señor que siempre nos trae pescado. La comida la vamos sorteando más o menos. Tampoco necesitamos tanta cosa», apostilla la superiora. Si les dan de más, añade, lo reparten.
Subvenciones
Desde el Consell de Mallorca y el Obispado aclaran que el Convento ha recibido en los últimos años cuantiosas ayudas para sufragar distintas obras. Sor Paulina matiza que sólo cubrían las zonas visitables del convento (el museo, la iglesia y su retablo, el pozo y la tumba de Sor Clara María Ponce de León, fundadora de las Caputxinas que fue virreina de Mallorca). Pero se quedaron fuera las dependencias de su vida cotidiana.
Fuentes del Consell puntualizan que las inversiones derivan de una comisión mixta con el Obispado, y que en el último año se destinó a ese órgano una cifra récord de medio millón de euros, pero que es la Diócesis quien decide cómo reparte los fondos. En el Obispado reconocen que tienen conocimiento del problema con el muro de Can Oliva, pero aseguran que no ha habido margen para financiar la reparación. Las religiosas, por su parte, admiten que el Obispado ha ayudado con asesoría técnica y en la solicitud de subvenciones, pero se sienten desamparadas.
Las monjas quieren ver otra alternativa de esperanza en el hotel de lujo que hay frente al Convento, que el fundador de Inditex, Amancio Ortega, compró en 2023 a un grupo sueco. Creen que, a lo mejor, se prestarían a ayudarlas, y a ellas les gustaría plantear algún tipo de colaboración. «Podrían traer sus sobras de la cocina, o darnos algún trabajo que podamos realizar. Planchar manteles o sábanas, o concertar visitas al convento para los clientes», sugiere Sor Paulina.
Pese a todas estas dificultades, las monjas no quieren abandonar la que ha sido su casa durante 18 años. Aunque es un convento de clausura, es de un régimen más abierto que otros, como las Clarisas o las Carmelitas. Insisten en que quieren mantener la mano tendida a todo el que lo necesite: «A veces viene gente que sólo quiere desahogarse».