¿Hay alguna posibilidad de que la mesa por la sostenibilidad del turismo tenga éxito? No será fácil porque el tema es endemoniadamente complejo y no todas las causas de esta crisis son locales. Abordar el exceso del turismo significa entender que Baleares crece en número de visitantes pero no en renta, que las nuevas generaciones tienen problemas para acceder a la vivienda, que sufrimos una fortísima pérdida de elementos identitarios, que nuestras calles distan cada día más de lo que era la Mallorca tradicional, que somos parte de un continente en decadencia, con un complejo de culpabilidad patético. Abrir un ámbito balear de diálogo sobre el turismo es una idea genial del Govern que traspasa a la sociedad un problema que, de lo contrario, le hubiera estallado en sus manos más pronto que tarde. Ahora, en cambio, de haber un fracaso, como es posible, ya no será cosa suya sino de la sociedad. Deja a la izquierda descolocada. El objetivo de reducir el coste electoral de este desastre queda encarrilado. De todo lo demás, hablaremos en su momento, pero ya no es tan acuciante, ya hay una respuesta verosímil.
Los protagonistas tienen intereses encontrados. Curiosamente, los más abiertos al cambio serán probablemente los hoteleros, para quienes hoy Baleares supone una aportación muy pequeña en su cuenta de resultados. No está mal abrir un hotel en un paraíso virgen remoto al tiempo que nos mostramos como responsables en Baleares. Los propietarios de viviendas vacacionales, en cambio, serán mucho más reacios a cambiar, aduciendo, probablemente también con razón, que el mundo está evolucionando y que los pueblos de Mallorca se gentrifiquen es un fenómeno natural. Ciertamente, lo es: toda Europa hoy está cambiando ante la impotencia de sus habitantes.
Alguien dijo en estas reuniones que lo mejor que se podría hacer es pagar un viaje a cada ciudadano para que vea que en Mallorca no estamos tan mal. Es verdad: nuestra situación es comparable a la de Brujas, Florencia, La Valetta, Taormina, Kerkyra u Oporto. Tal vez salimos mejor parados. En todos esos lugares, el turismo está cambiándolo todo. Porque es una industria imparable, porque genera puestos de trabajo de poco valor añadido, porque obliga a importar mano de obra no cualificada, porque reduce la oferta de vivienda, porque transforma nuestro hábitat, porque obliga al cierre del bar de toda la vida reemplazado por un Starbucks.
Mallorca había aprendido a convivir en paralelo con Magalluf, Cala d'Or o la Playa de Palma, pero ahora nos resulta mucho más chocante encontrarnos turistas en la cola de la panadería de Sineu o en el supermercado de Porreres. No poder aparcar de noche en las calles de siempre porque los coches de alquiler ocupan los puestos habituales supone un choque insoportable. Ahora el turismo y nosotros no somos mundos paralelos sino entremezclados. Están en el mismo rellano de nuestro edificio. Las posibilidades de que toda esta negociación acabe en una gran frustración son muy altas no sólo porque los intereses están confrontados sino porque nadie sabe muy bien qué queremos. Para algunos, bastaría con que no haya más atascos, para otros es necesario reinventar nuestra estructura económica. No para todos calidad de vida es más renta; no todos quieren puestos de trabajo cualificados, porque eso significa una formación que el sistema actual no proporciona. No podemos querer el dinero del turismo pero no a los turistas. No podemos pensar que los turistas nos molestan, menos lo que vienen a nuestras propias casas. No podemos cuestionar que nos visiten mientras nosotros no nos bajamos de un avión. No vamos a ningún lado si pensamos que nuestro futuro lo vamos a heredar de nuestros padres. No todos queremos que Baleares acabe como Suiza, minoritaria, elitista, sofisticada.
Son demasiadas contradicciones encadenadas. Sin embargo, al menos, lo vamos a intentar.