A Antonia López le cambió la vida una ducha. Se notó un bulto en el pecho, lo comentó con su marido, pero prefirió no darle más vueltas. En junio de 2022 era autónoma y dirigía una escoleta con dos socias, casada, con un hijo de 10 años y una madre con alzheimer. Su día a día era ir corriendo a todas partes con la lengua fuera para cumplir con decenas de obligaciones. «No me podía poner enferma, me sentía indispensable», recuerda con humor. Al día siguiente de ese episodio lo comentó de pasada con sus compañeras y la madre de uno de sus alumnos, que era oncóloga. Le hizo un examen rápido allí mismo y le recomendó dejarlo todo e irse al médico. Fue el mejor consejo posible.
«Cuando más tarde, después de muchas pruebas, me dijeron lo que tenía, no me sorprendí. ¿Sabe cómo te miran cuando tienen que darte una mala noticia? Es una mirada diferente, cargada de pena y preocupación a partes iguales. Desde el primer momento supe que algo iba mal», relata Antonia. El resultado de la biopsia no dejó cabida a errores: cáncer de pecho. Al menos le confirmaron que se podía curar completamente y no tendría por qué reproducirse.
«Cuando mencionan la palabra cáncer, el mundo se te viene encima», confiesa esta mujer. «Sabes que va a ser un año durísimo, los 12 meses siguientes no van a ser buenos», explica, al tiempo que sonríe recordando cómo conoció a sus compañeras de aventura en el hospital de día del centro hospitalario de Inca, Elena, Coloma y Ana, y algunas más que no han podido participar en este reportaje.
Juntas han compartido meses de quimioterapia, horas muertas 'enchufadas', vagando por los pasillos del hospital, pequeñas alegrías y sinsabores, conversaciones telefónicas, confidencias... el cáncer las ha hecho paralizar su vida durante un tiempo y conocerse. «No vivimos en la misma localidad, tenemos vidas y edades muy diferentes, quizá nunca nos hubiéramos conocido», agrega Elena Torres, de 33 años, otra paciente con cáncer de pecho en recuperación.
Enfermera titulada, Elena ha trabajado en las urgencias de Son Llàtzer y la clínica Rotger «pero el día en el que me dijeron que tenía cáncer de mama, me eché a llorar como una niña pequeña», confiesa. Una mañana de marzo de 2022 empezó a notar dolor en una axila, que al principio achacó a un mal gesto. Más tarde se detecto un bulto y se dijo a sí misma: «Esto no pinta bien». El 9 de junio comenzó el tratamiento con quimioterapia, ha pasado por 16 sesiones, radioterapia y una operación que le causa un dolor constante desde hace siete meses. Pero ella erre que erre, hace ejercicio cada vez que puede, «tengo la cabeza muy dura», apunta guiñando un ojo.
El cáncer le ha cambiado la vida. Por ejemplo, tiene claro que cuando se recupere, ahora prosigue el tratamiento con inyectables, no volverá a trabajar entre 24 y 26 días al mes y los turnos doble. «Quiero disfrutar la vida, tengo que pensar en mí en los míos. Quizá ser madre, que ya estaba en mi mente cuando me diagnosticaron el cáncer», explica Elena, que recuerda secuelas de la quimio: la acidez, el cansancio, el dolor constante, pero prefiere centrarse en lo que sus compañeras del hospital de día le han aportado: «Nos contamos todo, celebramos las buenas noticias y nos apoyamos cuando no son tan buenas. Somos una minifamilia», admite.
Ana Jiménez, por ejemplo, ha seguido trabajando durante el tratamiento. «Soy terapeuta, mi oficio me nutre, me hace feliz, no puedo dejarlo», argumenta. A finales de 2020 empezó a sentir molestias en un pecho. Acudió al médico de cabecera, la enviaron a hacerse una mamografía y le dijeron que la llamarían para darle los resultados. Nunca recibió esa llamada. Hasta enero de 2022, tras mucha insistencia, no le hicieron una biopsia. En ese momento el tumor era de ocho centímetros y tenía dos ganglios afectados.
Ana perdió a su madre cuando tenía cinco años, a ella le diagnosticaron un cáncer hormonal de rápido crecimiento en 2022, cuando su hija tenía la misma edad que ella cuando perdió a su madre. «La noticia fue tremenda. Un jarro de agua fría. Sentí terror a que mi hija pudiera crecer sin mí. Y, sobre todo, tenía pánico al tratamiento con quimioterapia», confiesa. Por eso optó en un principio por probar terapias alternativas. No funcionaron. Así que volvió al hospital y comenzó la quimio.
Fueron 14 sesiones de quimioterapia y una operación, pero no ha terminado. El día antes de realizar este reportaje ha vuelto a la quimio por recomendación médica, porque había bastante probabilidad de que el tumor se reprodujera. «Vivo de 'mala hostia' todo el día. No hay quien me aguante. Pero vengo al hospital a que me traten y se me pasa todo. Las relaciones aquí son fuertes y te hacen fuerte. He vuelto a la quimio y me senté al lado de una mujer que no conocía y le dije 'deja el libro que hoy no vas a tener tiempo de leer'».
Coloma Ferrer, madre soltera y técnica en un laboratorio de calidad, recibió la noticia de su enfermedad tres días antes de cumplir los 40. Su fiesta de cumpleaños se desarrolló entre un mar de lágrimas de sus amigas. Curioso, la afectada fue la que mejor lo llevaba. «Siempre he ido al hospital de día a 'pasarlo bien'. Me arreglaba e intentaba no fustigarme. Siempre me repetía 'esto es para mejorar'».
Para una mujer tan independiente como Coloma, la enfermedad ha sido dura. Su padre y su madrastra se mudaron con ella y con su hija para ayudar. «Depender de los demás me cuesta», señala, mientras que sus compañeras de tratamiento señalan que ella las ha unido a todas. Antonia López, por ejemplo, confiesa que se fijó en Coloma el primer día en el hospital de día y se dijo: «Yo quiero llevarlo tan bien como esa chica». Y se las apañó para sentarse a su lado. «Hay días regulares, días malos y otros horribles. Pero los jueves de 8 a 14, esto es una fiesta», finalizan.