Julio Fontán (Medellín, 1957) fundó y dirige el Colegio Fontán de Bogotá, un laboratorio de innovación educativa en el cual ha puesto en práctica una metología rompedora que ya se imparte en una decena de países de todo el mundo, incluido España, y que alcanza a unos 100.000 alumnos. Hijo de catalanes exiliados en Colombia en los años cincuenta, continúa la tradición educativa de sus padres. Este sábado participa en el V Congrés d'Escola Catòlica, que se celebra en el Trui Teatre, con una ponencia que describe bien la radicalidad de su propuesta: Una escuela más allá de los que te puedas imaginar.
Enseñar sin horarios, exámenes, notas y clases parece algo novedoso, pero lo hacen desde los años noventa. ¿Qué es la Educación Relacional Fontán?
—Usamos el conocimiento para el desarrollo del pensamiento de los alumnos, no gestionamos conocimiento. Eso quiere decir que trabajamos por planes de flujo y no con temas. Buscamos que el estudiante pueda seguir aprendiendo siempre y no solamente se quede con lo que pide el temario. Trabajamos por áreas del conocimiento y cumplimos con todos los estándares curriculares del estado colombiano. Mientras que en un público el estudiante, al acabar el curso, ha visto el 70 %, en nuestra escuela deben llegar 100 %. No hay nada más ineficiente que enseñar a todos al mismo ritmo.
¿Cómo es la jornada para un alumno en uno de sus centros?
—En el Colegio Fontán cada uno tiene un horario personalizado. Tenemos muchos deportistas o músicos de alto rendimiento que lo adaptan. Los niños llegan sobre las 7 horas al taller (como llaman a las aulas), que son todos abiertos, acristalados, sin pizarra. Las mesas de los estudiantes están suficientemente alejadas y tienen unas separaciones laterales para que, al estar agachados, escribiendo o leyendo, no vean a a sus costados y no se distraigan. Sin embargo, permiten que al levantar la cabeza, puedan ver a los compañeros. El objetivo no es aislarlos. En un taller puede haber hasta cien alumnos con edades diferenciadas de hasta cuatro años. La sociedad real es multiedad, y así debe de ser en el colegio. Vemos que, enseguida, los mayores toman la posición natural de proteger a los más jóvenes. El alumno, además, es el que organiza su plan de estudio del día. Antes ha habido un momento de apertura para conectar entre ellos y los profesores.
¿Qué papel tiene el docente?
—Hay unos educadores que acompañan para que alcancen la excelencia, que no perfección. Es el incremento gradual de la exigencia respecto a la calidad. Los tutores hacen un seguimiento del comportamiento a nivel social, emocional y controlan el desarrollo de su aprendizaje. Además, implantamos la socialización para la construcción de comunidad. Todos se reúnen y evalúan las metas que se marcaron. Deben hablar en positivo y proponer ideas para alcanzarlas sin poner excusas. Los estudiantes se convierten en parte del equipo de gestión del colegio. Eso transforma el colegio, dejan de ser competencia, y pasan a ser parte de la solución. Nuestro método da un sentido a las cosas que aprenden y esto sirvió para que en un colegio público en el que trabajamos hace 18 años, con alumnos de familias humildes, hayan pasado de tener 230 alumnos a 1.100. El 96 % llega a educación superior.
¿Por qué tienen tanto éxito?
—Una vez vino a mi despacho un exguerrillero que decía que nuestro colegio era bueno porque enseñaba los valores izquierdistas; en otra ocasión, uno del Opus Dei me decía lo mismo sobre su creencia cristiana. Nuestro método funciona porque somos completamente neutros a nivel político y religioso, estamos enfocados en el alumno. El adoctrinamiento es herencia del sistema industrial. Apoyamos a cualquier institución que quiera usar nuestra metodología.
¿Incluso las que practican una enseñanza más estrictas?
—El colegio que no innova, quiebra. Está habiendo una bajada de natalidad y si los centros no atraen a los niños pequeños, tienen la muerte anunciada. Los padres de los niños del ahora no quieren que sus hijos estudien bajo el mismo sistema tradicional con el que aprendieron.