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Baleares en el chapapote

Miles de voluntarios de las Islas tuvieron muy claro desde el principio del desastre que había que ir a Galicia a ayudar; unos fueron por vías oficiales y otros por su cuenta

GALICIA

| Palma |

El 13 de noviembre de 2002, hace hoy justo 20 años, saltaba la noticia de que un petrolero liberiano monocasco, navegando con bandera de Bahamas frente a la costa gallega, tenía una vía de agua. Tras unos días de polémicas sobre si había que embarrancar el barco en un punto concreto o alejarlo de la costa de Galicia, se optó por esta última alternativa. El 19 de noviembre, el petrolero, de nombre Prestige, se partía en dos y se iniciaba una de las mayores catástrofes medioambientales de las últimas décadas en España.

No estaba del todo previsto, pero al mismo tiempo se inició una de las mayores olas de solidaridad y generosidad ciudadana que se recuerdan. Y Baleares no fue ajena a esos sentimientos.

Pedro Cañellas, Enrique Montalvo y Manuel Sánchez formaban parte por entonces de la Protecció Civil de Calvià, aunque el primero era instructor de buceo en Cala Rajada y el tercero era policía local en Capdepera. Montalvo trabajaba en el 061. No lo dudaron un momento. Había que ir a Galicia a ayudar. Los tres recuerdan que se iniciaron conversaciones con la compañía aérea Futura para fletar un avión de voluntarios de Balears. Tras implicar al Govern en la iniciativa, en diciembre se produjo el primer traslado de voluntarios de las Islas. Los destinos: Muxía, O Grove y Camariñas.

Enrique Montalvo, Manuel Sánchez y Pedro Cañellas.

Coordinación

Los tres recuerdan que «como miembros de Protecció Civil, nos encargamos de los trabajos de coordinación, pero limpiamos chapapote como los demás. Uno de nuestras primeras labores del día era equipar a los voluntarios con el mono protector, la mascarilla, las gafas, los guantes y las botas. Al final de la jornada, todo se tiraba, excepto las botas».

Al llegar a los destinos donde había que limpiar, el panorama era desolador. Pedro Cañellas destaca que «hasta las farolas goteaban chapapote. También impresionaba ver a pescadores mayores llevando cestos repletos chapapote hasta los contenedores. Se te saltaban las lágrimas».

Los tres coinciden en que «esperábamos ver un grave impacto ambiental, pero no algo tan catastrófico. El trabajo era muy duro, hasta la extenuación. Aunque era invierno, con el mono protector, la mascarillas, las gafas, los guantes y las botas, sudábamos de lo lindo. Y además estaba ese olor tan penetrante como desagradable del chapapote, que se te metía hasta los pulmones. Algunos se desmayaban y otros incluso tenían alucinaciones. También hubo que rescatar a voluntarios que quedaban hundidos en el chapapote, inmovilizados. Allí compartías trabajo con gente de muchos países. Otra situación que impresionaba era ver a las aves marinas afectadas, agonizantes o muertas. Un voluntario se quitó todo el equipo para ir a rescatar un cormorán que, pese al esfuerzo, finalmente murió».

Los voluntarios se levantaban a las 6 de la mañana. Tras el desayuno, la llegada al punto de encuentro, el equipamiento y el traslado, la intensa tarea se iniciaba a las 8 y concluía a las 4 de la tarde, cuando empezaba a oscurecer y también crecía la marea.

Cañellas, Montalvo y Sánchez detallan que «había una primera línea de trabajo para retirar el chapapote. Las líneas secundarias trasladaban el chapapote hasta los contenedores. La primera línea era reemplazada cada 15 minutos y todos tomábamos un descanso cada 45 minutos. Cuando un voluntario tenía sed, levantaba mano y se le daba agua. Era un trabajo en cadena y    allí no había distinciones de sexo ni de edad. Incluso vinieron masajistas para aliviar dolores y contracturas».

Sánchez reconoce «la sensación generalizada de frustración e impotencia cuando tras una dura jornada de limpieza, al día siguiente volvía a estar todo lleno de chapapote. Todo la equipación, excepto las botas, se tiraba, pero cuando te lavabas podías encontrar restos de chapapote en todo el cuerpo, sobre todo en los pies. Un trabajo era retirar el grueso del crudo, pero también había que encontrar las llamadas galletas, bolitas de chapapote que estaban bajo la arena». Cañellas añade que «había que evitar la desmoralización y hacer ver a los voluntarios que todo el chapapote que retiraban ya no volvería».

Todo ese sacrificio fue muy agradecido por la población local. Montalvo comenta que «los vecinos nos ofrecían de todo y hubo un reconocimiento. Valoraban mucho el hecho de que no pidiéramos nada a cambio».

Otra sensación generalizada era el deseo de volver. Sánchez fue a Galicia tres veces. Cañellas fue dos veces y Montalvo, por su trabajo en el 061, sólo pudo hacerlo una. Sánchez ha ido recientemente a Ucrania a repartir material y entregar una ambulancia. Es la vocación de la Protecció Civil, aunque los tres admiten que tiene muchísimo mérito ver a gente, que no tiene nada que ver con el servicio a los demás, dispuesta a darlo todo. «Así se vio en las inundaciones de Sant Llorenç. Cuando regresas de desastres así, te queda la idea de que pudiste hacer más y quieres volver», destacan.

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