La salud mental ha sido una de las principales presas de la pandemia, en concreto los Trastornos de Conducta Alimentaria (TCA) que han experimentado un repunte de casos tras el confinamiento. Las consultas en las unidades psiquiátricas en el Hospital Son Espases han aumentado un 40 % en 2021, en el caso de adultos, y hasta un 25 % en menores de 18 años. La lista de espera también ha crecido. Hay cerca de tres meses de retraso para atender a los pacientes en la primera consulta.
El coordinador autonómico de Salud Mental, Oriol Lafau, apunta que no se daba una prevalencia así desde hacía años y los expertos relacionan esta incidencia con el confinamiento: «Durante muchos meses, las personas que ya estaban curadas, o no, han estado encerradas con su peor enemigo, la comida», dice.
Regina Sbert lo recuerda todo. «Recuerdo que mis restricciones, cálculos y teorías eran mi único refugio y encerrarme en mi castillo la única forma de protegerme y separarme del mundo».
Estas frases parten de la narración que escribió durante su lucha por salir de un trastorno alimenticio que la tenía adormecida y alejada del mundo exterior. Hace seis años, cuando tenía 27, comenzó a refugiarse en sí misma. Recuerda diversas experiencias dolorosas, tanto a nivel sentimental como laboral. Todo, dice, le superó: «Poco a poco empecé a comer menos sin ser consciente de ello. Adelgazaba gradualmente».
Así pasó un año en el piso en el que vivía sola. Fue al psicólogo pero más que ayudar le perjudicó. «Durante muchos meses llegué a autoexigirme el comer, a coger kilos, pero en verdad, cuando tenía el plato delante, no lo hacía».
Contar su historia es contar la de muchas otras mujeres. Ella se abre después de que recibiera el alta en septiembre de 2018. Su vida ahora es otra distinta y, aunque reconoce que está trabajando su obsesión por la disciplina y la autoexigencia, es feliz.
Su ingreso hospitalario llegó con 35 kilos. Le diagnosticaron anorexia nerviosa. Se mostró, al principio, reacia a esta ayuda médica, pero todo cambió con la visita de unos amigos en las vacaciones de Semana Santa, que le soltaron: «un día volveremos y no estarás».
Pasó tres meses ingresada y otros tres meses más en el Hospital de Día. Sin embargo, recuperarse de un trastorno son años de trabajo y constancia. Regina asumió las siguientes fases con energía. Pidió ayuda a una nutricionista y empezó a hacer deporte, crossfit. Poco a poco, conseguía ser más autónoma, a quererse y a cuidarse. «La conducta y los hábitos en la alimentación son solo la punta del iceberg. Porque lo mío no era que quisiera dejar de comer por adelgazar, sino que era por la situación que vivía. Lo importante es hacer un trabajo personal para evitar recaídas y llevar una vida normal», señala.
Regina es enfermera y educadora social, trabaja en Médicos del Mundo y dice con orgullo que ha aumentado de peso. «He conseguido tener calma conmigo misma y he aprendido, de todo esto, a tener empatía, a no juzgar a las personas por su conducta o actos porque detrás hay un mundo muy personal».
De lo peor, señala que, si tuviera que volver atrás, no volvería, aunque se queda con todo lo aprendido. De lo mejor de esto, que ha aprendido a comunicarse con los suyos.
Con la edad de cinco años, Ana Isabel, nacida en Bilbao, recuerda que «me daba empachos» y vomitaba porque le sentaba mal. Por las noches se levantaba para pillar comida de la nevera. «En casa, esto lo veían como algo normal». Empezaba a sumar tallas en la ropa, muchas más que sus amigas del colegio, y fue ahí cuando empezaron sus miedos.
A Ana Isabel le diagnosticaron bulimia nerviosa y trastorno por atracón con 27 años. Ingresó en un hospital de A Coruña, lugar donde residía en ese momento, con 48 kilos. Tiene un duro recuerdo en el centro hospitalario. «Era otra época. Vi morir a mucha gente, caían como moscas, porque entonces no se sabía mucho de los trastornos alimenticios. Yo lo único que quería era salir de ahí, recuperar a mis hijas –en ese momento vivían con los abuelos– y empezar de cero».
Su vida ha sido como una montaña rusa, donde había años en los que engordaba y otros en los que adelgazaba casi llegando al límite. Se casó con 18 años y al año se quedó embarazada. Engordó 35 kilos tras parir y condicionó su matrimonio: «Empecé a tener ansiedad y entonces fue cuando comencé dietas rígidas a la vez que ingestaba mucha comida cuando tenía hambre. Luego las vomitaba. Aparte, me purgaba con todo lo que había».
Ana Isabel se empezaría a culpar de la ruptura con su entonces marido. Eran los años noventa y ya las revistas del corazón señalaban el tipo de mujer que había que ser: sin pecho, sin curvas, sin muslo. Delgada. Se volvió a enamorar en Ferrol con 23 años y «absolutamente metida en mi enfermedad. La gente me decía que qué guapa, que me mantuviera así, qué parecía una barbie por fuera. Pero por dentro estaba mal. Cada vez me purgaba más hasta 15 veces en un día».
Se quedó embarazada y Ana Isabel dejó de vomitar. Pasó a engordar 40 kilos y, de nuevo, el matrimonio le fue mal. Entró aquí una tercera persona que puso patas arriba su problema. «Me eché la culpa de todo por estar gorda», recuerda. Fue a partir de aquí cuando ingresaría en un hospital en Galicia.
Tras recibir el alta, se trasladó a Mallorca a principios de los 2000. En la Isla trabajaría en cocina durante veinte años. Fueron años felices, no se purgaba, no engordaba ni adelgazaba. «Hice un viaje hacia mí misma».Desde su última recaída, en 2018, no ha vuelto a tener otra y confiesa que le gusta cuidarse.
Ella luce ahora tranquila, se casó de nuevo en Palma y nació, a sus 46 años, su hijo Ángel, de casi cuatro años. Lo mejor de su enfermedad fue conocerse y amarse. Lo peor, explica, cómo llegó a odiarse. Pero ha salido de esta, porque se sale, a pesar de todo.