Cuando uno entra en casa de Mari Carmen y su hija Gisela, le recibe una pared cubierta de fotos de familia. En un salón repleto de juguetes, el benjamín de este peculiar hogar intenta que ‘Matilda', la gata con más paciencia de Mallorca, le haga caso y juegue con él. En esta instantánea faltan José y Zhera, que están en el colegio, y Fran.
La situación en casa de los Marigó-Bujanda es, cuanto menos, singular. Gisela, con solo 30 años, es madre canguro de Zhera, de tres años, y Omar, de siete meses, y tiene en acogida permanente a José, de siete años, que lleva con ella desde las 24 horas de vida. Lo recogió en el hospital y nunca se han separado.
«A veces me preguntan por qué soy madre de acogida y no tengo mis propios hijos. Siempre respondo lo mismo: tengo el instinto de ser madre, de ayudar y de cuidar, que sea de mi propia sangre no es importante».
Por su parte, Sofía, de 27 años, hermana pequeña de Gisela, decidió sumarse al programa de padres de acogida del Institut Mallorquí d'Afers Socials (IMAS) para traer a casa los fines de semana y los festivos a Fran, hermano mayor de José, con un trastorno del espectro autista, que con 8 años reside de lunes a viernes en Mater Misericordiae. Así los hermanos pueden estar juntos, al menos durante 48 horas a la semana.
Dos generaciones
Ambas han cogido el testigo de su madre, Mari Carmen, y se han convertido, como ella, en madres de acogida. Dos generaciones de una misma familia dispuestas a abrir las puertas de su hogar y su corazón a niños tutelados por el IMAS. Todos con una pesada mochila sobre sus espaldas.
Mari Carmen Marigó ejerció entre 2006 y 2019 como madre de acogida, normalmente de niños con algún tipo de discapacidad, y a los que resulta difícil encontrarles un hogar. Ahora, por su edad, se ha visto obligada a retirarse, pero sigue aportando su granito de arena al programa Canguro como personal de apoyo.
La duración de la estancia ha podido ser de tan sólo tres días, en algún caso, hasta los dos años. Pese a ello se acuerda del nombre de los 29 niños que han pasado por su casa, y atesora recuerdos y anécdotas de cada uno.
Todos dejaron un trocito de ellos entre las cuatro paredes de su hogar y Mari Carmen espera que, de la misma manera, una parte de ella se fuera con estos niños cuando retornaron con sus familias o fueron adoptados formalmente.
«Decidí convertirme en madre de acogida poco después de divorciarme. Una experiencia traumática para cualquier familia. Y fue la mejor decisión que he tomado en mi vida. Cuando la primera niña de acogida llegó casa, el color del ambiente pasó del negro al blanco», recuerda Mari Carmen.
Algo debe de haber hecho bien esta familia, porque hace un par de semanas recibieron una sorpresa inesperada: uno de los bebés que tuvieron en acogida hace ahora 14 años, y que después se iría a Ceuta con unos familiares, ha vuelto a la Isla con sus padres biológicos. Su abuela, antes de partir, le dejó en la mochila una nota con el nombre de Mari Carmen, su dirección, su teléfono y un mensaje: «Esta es la mujer que te cuidó de bebé, si necesitas algo, ella estará ahí para ti». El chaval no tardó en presentarse en casa para reconectar con su familia de acogida. «Sorpresas como esta te alegran el día y te hacen seguir adelante», apunta Mari Carmen.
Una familia salvavidas
Su hija Gisela recuerda que son una familia de paso, hay niños con los que mantienen el contacto: «Estas Navidades, por ejemplo, dos niñas que estuvieron en casa y luego fueron adoptadas, pidieron permiso para pasar alguna de las fiestas con nosotras. Incluso soy madrina de una de las pequeñas que tuvo mi madre en acogida. En este tipo de situaciones es vital encontrar el equilibrio con sus padres biológicos o sus familiares, que normalmente los visitan todas las semanas, o con las familias que los adoptan luego. La gente tiene que entender que estos niños llegan a vivir tres realidades: una con su familia de acogida, otra con sus padres o sus parientes y una más con su familia adoptiva. Depende de todos nosotros que sufran lo menos posible», advierte Gisela.
En este sentido, recuerda que ellas saben cuál es su papel en la historia de estos niños: «Cuando uno entra por la puerta de casa, sabemos que más pronto que tarde saldrá por ella. Con todas y cada una de las despedidas hemos derramado lágrimas. Pero tratamos de quedarnos con los buenos momentos que hemos compartido, y con la evolución de los niños. Hemos tenido chavales que tenían pánico al agua porque nunca les habían dado un baño, y dos años después salían de casa con la hora del baño como el mejor momento del día. Esos pequeños detalles son los que importan, los que te dan fuerzas»