El conflicto armado entre Israel y la Autoridad Palestina que ha copa las portadas de los medios de comunicación estos días viene de lejos. En mayo de 1921 las comunidades judía y musulmana asentadas en Palestina se enfrentaron de forma brutal durante tres días. Hubo un centenar de muertos. La minoría judía comenzaba a ser importante en aquel dominio británico que trataba de mantener un equilibrio que convenía a los intereses imperiales de Londres.
Los primeros emigrantes judíos habían llegado unas décadas antes obedeciendo a la idea del nacionalismo romántico del siglo XIX lanzada por el judío austríaco Theodor Herlz. Pero la Europa de los imperios no estaba para romanticismos. En 1914 estalló la Gran Guerra, que alcanzó dimensiones infernales. Era la época de los nacionalismos expansivos, del dominio, expolio y aplastamiento del vecino, de la imposibilidad de la convivencia. Antes de la guerra había en Palestina 60.000 judíos y 600.000 musulmanes. Todo daría un vuelco enorme en pocos años.
Justo antes del conflicto, Alemania se había transformado en una potencia económica de primer orden. Su capacidad de fabricación de magnetos le permitía el montaje en serie de automóviles y camiones; también habían descubierto la manera de producir dinamita en grandes cantidades. Los teutones llegaron a un acuerdo con el caduco Imperio Otomano para poner en marcha un tren entre Berlín e Irak a través de los Balcanes. El petróleo llegaría en grandes cantidades a Alemania, que también planeaba la construcción de una gran escuadra. En Londres respondieron: «Para nosotros el mar es la supervivencia, para Alemania es la expansión». Era la guerra.
Gran Bretaña veía los pozos petrolíferos de Arabia e Irak como el futuro de su imperio. Pero para eso debía destruir al enorme Estado Otomano, que controlaba estos vastos territorios, incluida Palestina. Apoyaron militarmente a las tribus árabes para que se levantasen contra el sultán de Estambul. Enviaron a sus agentes, comenzando por Lawrence de Arabia, y les prometieron patria y futuro si expulsaban a los turcos.
A la vez, para garantizarse el apoyo del capital judío internacional y de su apoyo científico para fabricar dinamita en serie, el ministro de Exteriores británico, Arthur Balfour, lanzó su famosa declaración, que contemplaba «el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío», aunque añadía sutilmente que «siempre dejando a salvo los derechos de las comunidades no judías existentes en este territorio». Esta comunicación fue presentada, en primer término, a Lord Rotschild, jefe de la comunidad judía británica.
Los ingleses, que efectivamente se hicieron con el dominio de Palestina tras la derrota turca, establecieron una gran base logística en el puerto de Haifa (que ampliaron) para distribuir petróleo a todo su imperio. Mientras, los hebreos, hábilmente manipulados, se entusiasmaron. «Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra», proclamaron sus dirigentes del Consejo Mundial Judío. Varias decenas de miles de judíos emigraron a Palestina con la idea, aún embrionaria, de edificar el nuevo Estado de Israel en lo que consideraban la Tierra Prometida, bajo el principio que luego expondría su líder David Ben Gurión: «La Biblia es el título de propiedad sacrosanto de los judíos sobre Palestina con una antigüedad de 3.500 años».
Pero los británicos, que habían propiciado en un principio el movimiento migratorio volvieron a darle una nueva e interesada vuelta a la tuerca a un conflicto que se convertiría en endémico. El secretario de Colonias, Winston Churchill, matizó en 1922: «La Declaración Balfour no contempla que Palestina, como un todo, vaya a convertirse en un hogar nacional judío, sino que dicho hogar debería crearse en Palestina». En otras palabras: era la atomización del territorio. Una franja costera para los judíos y otra para los musulmanes (Gaza, actualmente sometida de nuevo en el caos); control compartido de Jerusalén, la Ciudad Santa para judíos, musulmanes y cristianos, y diversos y dispares repartos de territorios. Londres creaba un polvorín, se colocaba de Poncio Pilatos, a la par que pensaba transportar todo el petróleo que le fuese posible.
De hecho y hasta nuestros días, los conflictos entre los Estados árabes poseedores de petróleo en su subsuelo y occidente han colocado a Palestina como su epicentro político de lucha y confrontación.
En los años treinta y cuarenta el antisemitismo nazi, que culpaba al capital judío internacional de la derrota alemana en 1914, abrió en canal una de las etapas más ignominiosas del devenir humano: la persecución de millones de seres indefensos que culminaron en holocausto. La bestialidad nazi cargó de razón al pueblo judío. A su vez, el líder de los palestinos, Al Husseini, cometió el error de apoyar a Hitler. Al ser éste derrotado, la emigración a Palestina se hizo masiva. Además, 30.000 judíos habían luchado junto a los Aliados. Se convirtieron en la génesis del Tsáhal, el ejército de Israel.
En 1947, la ONU votó por la partición de Palestina. Los territorios bajo dominio hebreo se convirtieron en inviolables. El Reino Unido, agotado y arruinado, se retiraba. El 14 de mayo de 1948 Davin Ben Gurión anunció: «En virtud de los derechos históricos naturales del pueblo judío y de la resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas, proclamamos la creación del Estado de Israel».
Era la independencia y el reconocimiento internacional, pero también de la guerra abierta con el grueso de los Estados musulmanes. Ya en 1937 el Comité Supremo Árabe había pedido a todos sus hermanos que impidieran «la rapiña de una segunda Andalucía en Palestina».
Y hubo guerras en 1948, en 1956, en 1967, en 1973... E interminables conflictos en los territorios ocupados por Israel en aquellos enfrentamientos bélicos cada vez más fanatizados.
Hasta hoy en día, en que Israel mantiene el apoyo incondicional de los Estados Unidos. Al fin y al cabo, los israelitas son un enclave occidental en Oriente, muy cerca del petróleo que controlan los árabes.