Hace tiempo que la pandemia adquirió trazos eternos. El virus que detuvo el mundo y transformó nuestras vidas sigue ahí. Transformándose. Desafiante... Ha pasado más de un año, pero la sensación es de que se han consumido una decena.
La ciudadanía está agotada. La COVID-19 ha escrito demasiadas tragedias personales y su factura en vidas ha sido una barbaridad. Sobre la económica, habrá que esperar un tiempo para conocer el coste real.
Con cierta perspectiva, la gestión de la gran plaga del siglo XXI, salvo raras excepciones, ha sido errática. Siempre a remolque. Y continúa marcando el ritmo. En esencia, sólo las restricciones y las vacunas han evidenciado su eficacia.
Sobre las primeras, siguen vigentes, lo que sin duda ha contribuido ha incrementar el hartazgo y desánimo de la ciudadanía. La inmunización merece un capítulo a parte, porque el fracaso de Europa ha sido enorme.
Es una evidencia que las farmacéuticas han especulado, pero también que a la UE le ha faltado decisión y energía para encarar el problema. Como casi siempre, quien ha puesto más dinero sobre la mesa se ha llevado el fármaco.
España, un país con una economía dependiente del sector servicios, deberá asumir una penalización superior al resto por los problemas derivados de la campaña de vacunación. Baleares es quizás el paradigma de la situación.
La consellera de Salut anunció este martes la llegada de un cargamento récord de 79.000 dosis de vacunas contra la COVID. Para el mes de mayo, según reveló Patricia Gómez, Baleares debería recibir una media 100.000 dosis semanales de diferentes farmacéuticas.
Si se cumplen las previsiones de la consellera, las Islas podrán dar un empujón significativo para avanzar en la inmunización de su población. Ese empujón que nunca llega...