En contra de lo que se pueda pensar, no es requisito imprescindible ser mediocre para ocupar un cargo político en una institución. Pero ayuda mucho porque en estos puestos lo más importante es escuchar las sandeces del jefe, callar y aplaudir. Y esto se hace mejor si uno no entiende nada, si no tiene criterio alguno. Si muestra adhesión, entonces ya lo ascienden. En España tenemos abundancia de candidatos para estos cargos, porque hay mucho paro, poca formación, y los partidos políticos los recogen y entrenan durante años: acuden a las sedes, oyen, ven, callan y aplauden; así toda una vida, siempre votando a quien les ordenen. Hasta que un día, como justo premio a tanto sufrimiento, les dan un carguito, desde donde han de buscar votos. Nada más. No sólo porque lo único importante son los votos, sino porque de la función asignada no tienen ni idea.
Los cientos y cientos de cargos intermedios del Govern no han sido elegidos porque conozcan aquello a lo que se dedican, ni siquiera porque tengan interés, sino porque aplauden siempre. Por eso pueden estar hoy en política fiscal, mañana en pesca y pasado en arte dramático: lo fundamental, aplaudir, no cambia. Los parlamentarios en nuestro país no están para trasmitir a los gobiernos lo que les dicen sus votantes, como apuntan las teorías democráticas, sino al revés, para escuchar lo que dicen los líderes y vendérselo a los ciudadanos; para hacer campaña electoral, en una palabra.
El dinamismo político en España y en Baleares tiende a parecerse a las sesiones del Comité Central de Partido Comunista de la Unión Soviética: un monólogo del jefazo, concebido para ser aplaudido, sin cuestionamientos, y reproducido por el periodista a sueldo de la televisión oficial más cercana. Eso era Rajoy –que se dejaba de payasadas y acudía directamente al televisor de plasma–, eso es Sánchez, eso es Iglesias, eso le gustaría ser a Casado, y por supuesto, hacia allí tiende a ir nuestro Govern. Por eso sus ruedas de prensa consisten en un «usted pregunte lo que quiera que yo le contesto lo que me han escrito».
Este montaje va fantástico mientras no hay que hacer nada. En las autonomías y en los ayuntamientos no se hace nada. El tiempo pasa y pasa, sin cambios. Todas las políticas de hoy son las mismas que hace cuarenta años: aquí seguimos hablando de la insularidad y de la estacionalidad, de Son Banya o Corea, de volcar el turismo en el campo, de un ‘nou model econòmic', del ‘petit comerç', de la reindustrialización –vamos por el décimo plan, todos inservibles–, del I+D o del último tranvía que se nos ha ocurrido. Cero avance. Pero da igual: esto es inocuo. Nadie se va a cabrear por problemas que ya son parte del paisaje.
Sin embargo, la falta de gobierno, la ausencia de gestores, la inutilidad de estas estructuras queda al descubierto ante un virus asesino que exige respuestas ágiles. Entonces es cuando descubrimos que los que mandan no tienen ni idea de cómo organizar nada, que son incoherentes, que el lunes dicen una cosa y el martes la contraria, que no son capaces ni de comprar material médico sin pasar por un despacho de abogados. El disparate es evidente incluso para los fanáticos que se ponen a silbar mirando para otro lado.
Tan inservible es nuestra estructura de poder que en un año se han aprobado más de ochenta normas, pese a que no tienen manera de implantarlas; lo han probado todo: aislarnos en casa, no dejarnos salir del municipio, fijarnos horarios, cerrar las grandes superficies en sábados y domingos –para que se saturen entre semana–, confinamientos perimetrales, toque de queda nocturno, cribados y ahora una surrealista prohibición de entrar en casas ajenas, aislando abuelos de nietos. Creo que cada una de estas medidas, si se aplicara, si hubiera capacidad de gestión, habría sido suficiente para contener el virus. Es lo que han hecho en los países que han controlado la pandemia, pero con rigor. Es decir: un confinamiento perimetral es eso, un cierre de los límites, no cuatro líneas escritas en el Boletín Oficial, que nadie se encarga de aplicar; un cribado es que todo el mundo se someta a las pruebas que se ordenan, no el dieciocho por ciento, como ha ocurrido en La Vileta.
Francamente, lamento esta situación tan dramática. Me entristece porque estamos consiguiendo lo peor: el virus campa a sus anchas; la economía está hecha un desastre porque seguimos con todos los negocios medio cerrados; y, mucho más delicado, el descreímiento, la desconfianza respecto del poder se extiende por todo. Esto último me parece lo más preocupante: no es que nadie sepa qué normas están en vigor, es que la gente con sentido común empieza a darse cuenta de que esto va a acabar teniendo que viajar al extranjero a que nos vacunen y escondiéndonos del virus por nuestra cuenta.