Salvo excepciones, a casi nadie le gustaría estar en la piel de Armengol. El timón de la pandemia pesa, aunque eso no es óbice para detallar que su gestión sanitaria se parece demasiado a una montaña rusa.
El mismo día que Baleares registró su máximo de contagios de la COVID-19 en 24 horas (707) y elevó la tasa de positividad en casi tres puntos en un día (el jueves era de 10'09 y este viernes de 12'95), el Govern anunció un nuevo paquete de restricciones que parecen llegar tarde y mal.
Resultaría injusto culpar a la presidenta de los estragos del virus. De hecho, ningún país y ningún dirigente del mundo está consiguiendo domarlo, pero también es cierto que Mallorca está muriendo de éxito. La tercera ola ha llamado a la puerta demasiadas veces.
La relajación social y la cámara lenta con la que el Govern lleva tiempo enfocando el virus han originado un escenario extremadamente preocupante. Pese a los esfuerzos de Salut por difundir una imagen de control, la presión sanitaria crece. Ya no se trata de la ocupación de las UCI, sino del sobresfuerzo que acumulan los sanitarios, que ahora también deben encarar una titánica campaña de vacunación.
Con las peores cifras de la pandemia sobre la mesa, el Govern ha optado por un cerrojazo en toda regla: Bares y restaurantes cerrados; centros comerciales cerrados y eventos deportivos sin público, decisión ésta última que debía haberse adoptado hace mucho tiempo.
Entre los restauradores, el Ejecutivo balear se habrá granjeado pocas amistades. Muchos de ellos han hecho las cosas bien (especialmente los restaurantes), pero desde el primer momento estuvieron en la diana. Su asfixia ha sido progresiva. Quizás ahora es el momento de echar el candado, pero también de plantear algún tipo de ayuda o contraprestación.
Eso si, nunca se sostuvo que no se pudiera comer en el interior de un restaurante cumpliendo ciertos protocolos sanitarios pero sí estaba permitido, por ejemplo, acudir a un partido de baloncesto.