De aquí a la China, llevamos diez meses leyendo certezas. Tenemos la gran suerte de que nunca nadie en los gobiernos europeos, españoles o autonómicos ha tenido dudas. Así nos lo han trasmitido. Siempre, desde el primer momento, hemos tenido claro qué hacer con el virus. Desde que nunca iba a llegar por aquí, porque no tenía nada que hacer con nosotros, a hoy, cuando estamos ahogados. Teníamos un sistema sanitario con todos los protocolos preparados, pero hemos acabado limitando cuántos besos nos podemos dar durante las navidades. Y siempre con absolutas certezas. Nunca han dudado. Se contradicen flagrantemente, pero con gesto convencido. Es la forma en la que opera el poder hoy, en la era de Twitter.
Con el mismo gesto de seriedad con el que nos dijeron que no había que perder la calma ante el virus, nos dicen ahora que hemos de ser contundentes; con la misma seguridad con la que en su día llamaron al turismo y hasta hicimos una feria paralela en Berlín, nos prohíben viajar a la Península; con los mismos argumentos sólidos y todopoderosos con los que hay que mantener hoy el sistema educativo abierto teníamos el sistema educativo cerrado; con el mismo gesto informado con el que aducían que nos jugábamos la vida si entrábamos a un supermercado sin guantes hoy nos dicen que el problema está en fumar mientras caminamos. Salir de nuestro municipio era sancionable, pero ahora podemos viajar a Canarias sin problemas. Hay que hacerle la PCR a los mallorquines que vienen de la Península, pero no a los que no voten aquí.
Para cada afirmación solemne que hemos venido escuchando hay una evidencia en contra en algún lugar del mundo. Porque en realidad, lo único cierto de esta epidemia es que el ser humano necesita mucho tiempo, más que meses, más que años, para poder entender cómo se desarrolla una enfermedad así. Nos decían que con el frío sería peor. ¿Entonces por qué Islandia es la que tiene menos casos? Si no nos aislamos moriremos pero Brasil, con un presidente trastornado, no ha hecho nada y le ha ido igual; Uruguay no ha dictado ni una orden obligatoria y está casi libre del mal. Decían que Portugal sí lo había hecho bien y está hoy en un lío monumental. Ayuso decía no al aislamiento perimetral y lo aplicó este puente. Y encima aún no tenemos explicación a por qué África está a salvo. O por qué los autobuses en Baleares no son foco de contagio aunque puedan viajar hasta 59 pasajeros, según orden del Govern balear.
Nuestra política ha quemado un cartucho: el de la credibilidad. Hemos descubierto no sólo que saben lo mismo que nosotros, o sea nada, sino que tienen la osadía de hablarnos como si entendieran, como si supieran, como si fueran expertos. Los pocos que sí entienden están en sus cátedras, concediendo entrevistas a la prensa, pero bien separados del poder, donde únicamente acceden quienes aceptan tocar la música que manda el director de orquesta.
Las redes son la explicación a esta subversión del orden tradicional. Hoy, para cada estupidez que nos dicen, podemos buscarnos la vida y encontrar en algún lugar lo contrario. Y lo podemos hacer al margen del poder. Podemos escapar de su lógica aldeana, buscando verdades alternativas. También podemos encontrar estupideces alternativas, pero algunas, para desgracia de nuestros políticos, son verdades. ¿Entienden por qué les ponen de los nervios lo que llaman fake news? Todo lo que les contradice es fake news. ¡Qué más quisieran que prohibirlas! Todo lo que no encaja en su discurso es un peligro para su teatrillo.
Así, pobre Armengol, cuando nos amenaza con ser contundente, recibe una lluvia de críticas. La presidenta probablemente haga lo único que pueda hacer, lo que haría yo, pero ya nadie le cree. Ni a ella ni a ningún político, y no sólo por el episodio del bar de copas, sino porque estamos hartos de que nos digan cómo doblegar una curva que tanmateix nadie sabe por dónde va a ir. Ellos tampoco, aunque hagan como que sí.