Hace unos días me llevé las manos a la cabeza porque una persona que estaba en la esquina de casa fumaba. «No, majo», me dijo mi acompañante, «ya se puede fumar, sin peligro, siempre que no se esté caminando». A modo de estocada añadió: «Ya va siendo hora de que dejes de ser crítico con todo y te enteres de lo que está permitido y lo que no». Es verdad, no tengo ni idea de qué dicen las regulaciones y, sin embargo, me permito escribir desde esta tribuna. He de admitir que estoy fuera de juego.
Como soy disciplinado, llevo días encerrado en una biblioteca leyendo los boletines oficiales. Aunque ahora, una vez documentado, empiezo a dudar de que mi propósito pueda acabar con éxito. Hoy sólo me es urgente aplaudir a los policías, jueces, fiscales y abogados que se mueven en este mar de normas disparatadas. ¿Cómo aplicar una ley que es ininteligible, loca, infantil?
Sólo en Baleares, desde marzo, se han publicado cincuenta y ocho números extraordinarios del Boletín Oficial, de los que cincuenta y siete están exclusivamente dedicados al virus. La furia por escribir normas ha conducido a no respetar ni los domingos. Ni agosto.
A día de hoy, entre decretos, decretos leyes, órdenes y ‘acuerdos' –que supongo tendrán el rango de decreto– superamos las noventa disposiciones. Algunos días hubo hasta cinco órdenes en el mismo día, muchas de ellas rectificando y corrigiendo disposiciones anteriores. Ciertos días, como el 6 o el 15 de mayo se publicaron dos boletines oficiales extraordinarios en el mismo día. El furor normativo no tiene freno. Si cada idiotez escrita fuera una vacuna, estaríamos todos inmunizados.
El 15 de mayo, supongo que oliéndose este exceso, el legislador publicó un decreto ley mediante el cual se compromete a la simplificación de las normas «no como una obligación de las administraciones sino como un derecho subjetivo de la ciudadanía». ¡Menos mal que pretende ser simple! El decreto tiene un preámbulo de quince mil palabras, casi un libro en sí mismo (este artículo tiene unas seiscientas palabras). Consta de sesenta y un folios, cincuenta mil palabras, cuarenta y un artículos, siete disposiciones adicionales, una disposición derogatoria, diecisiete disposiciones finales (una de las cuales de dos mil seiscientas palabras).
Nuestros gobiernos son los únicos en el mundo que en lugar de dictar normas simples, dictan normas complicadas autoimponiéndose la obligación de dictar normas simples. Disposiciones que días después corrigen por olvidos, erratas y fallos varios, convirtiendo el Derecho en un laberinto. Este decreto modifica tantas leyes y decretos que sin una compilación es simplemente imposible ejercer el Derecho. No hay quien se aclare con este galimatías.
Tal es la locura que, después del confinamiento, tras aplicar un plan de desescalada en fases, modificado varias veces sobre la marcha, un domingo de junio el Govern balear publica un decreto formalmente denominado «Plan para la Transición a la Nueva Normalidad». Este término, propio de charla de bar, adquiere rango legal, como sólo puede ocurrir en Macondo. Este plan, digo, en octubre se vuelve a modificar mediante otro plan redefinitivo pomposamente denominado «Plan de Medidas Excepcionales de Prevención, Contención y Coordinación para Hacer Frente a la Crisis Sanitaria Ocasionada por la COVID-19». Tal cual, todo en mayúsculas. El texto del decreto poco puede añadir al título del PMEPCCHFCSOC, para emplear su acrónimo. Incluye cinco estadios –del nivel 0 al 4 y no del 1 al 5, logrando que hablemos de nivel 1, o sea el segundo; nivel 2, el tercero, y así sucesivamente–, aplicables en fases, subfases, con variables tri y cuatridimensionales.
¿Saben qué? Prefiero no enterarme de nada. Es evidente que la COVID-19 enloquece al legislador, que le excita, lo pone marchoso y descontrola su pluma. El Colegio de Abogados debería denunciar al virus por su efectos sobre el Derecho.