El maniquí del balcón de la calle del Socors de Palma está allí desde antes de que empezara la pandemia y el estado de alarma por el coronavirus que, este viernes, cumple su día 34. Aparentemente, ese piso lleva vacío algún tiempo o sin gente que se deje ver; quizá el piso esté vacío (el vecindario no termina de ponerse de acuerdo en ese extremo) pero el hecho de que lo que parece un perro de cartón lleve tiempo caído bajo sus ‘no pies' parece avalar esa hipótesis.
Preguntarse –y preguntar al vecindario– sobre la historia de un maniquí en el balcón quizá dé idea de cómo cambia todo, también el modo de buscar respuestas y luego contarlas, en los tiempos del coronavirus.
La vida en los balcones arranca bastante antes de las ocho de la tarde en las calles de la ciudad confinada. Esa es la hora de los aplausos y de lo más parecido a un momento festivo. El día a día empieza a plantearse temprano. Lo sabe Celia, que llegó de Lanzarote hace unos años, trabaja en una notaría pero, sobre todo, es una animadora y activista vecinal que vive en la plaza Llorenç Bisbal. Celia empieza a planear después de comer qué hará esa tarde en el balcón.
«Me tomo mi tiempo, busco entre ropa que tengo por casa, me pinto, me pongo una peluca diferente cada día y relato historias», cuenta. En su performance del miércoles se disfrazó de china y su relato iba sobre una mujer que se comía un murciélago. El otro día se hizo una peluca con rulos de cartón de papel higiénico. «Era una manera de recordar cuando la gente empezó a comprar papel de váter», dice tras bajar un momento a la calle para explicar todo eso.
Y mientras, en Inglaterra...
Un portal inmobiliario de internet –todavía activo– oferta hasta 17.397 pisos «en Palma» (aunque alguno se le haya colado de fuera de Palma) de los que 2.123 tienen balcón. Otro portal afina más y promociona 81 pisos con balcón en «el centro histórico». Un balcón supone bastante para los nuevos ritmos de la vida social. Los portales inmobiliarios no reseñan los miradores, quizá más ‘señoriales' que la terrazas exteriores.
Pepe se pasa buena parte del día oteando la calle desde el mirador de su casa de la plaza de Cort. Todo el edificio era de su padre aunque él comenzó a vivir allí hace pocos años. Trabajó como técnico en una empresa turística. Saluda y cuenta que lo lleva «como todo el mundo» y que «menos mal que existe internet». Este jueves se pregunta «qué está pasando con las palomas, veo morirse muchas».
Lo que ocurre en las calles del centro se repite en las de cualquier barrio de la ciudad y en cualquier rincón de las Islas. Los balcones son más parecido a la calle que un día habrá que volver a pisar sin dar explicaciones.
Es como si el jueves hubiera más gente por la calle. Hay que atender a los semáforos cuando atraviesas una calle, incluso si miras balcones. Los de ese bloque del Passeig Mallorca con la calle Catalunya, podrían ser un anticipo del primer verano tras la pandemia: una playa vertical a pequeña escala.
Poco a poco – cada quién es cada cuál– va llegando la hora de salir al balcón y hasta la expresión balconing –no hace tanto que el conseller Negueruela diseñó una ley contra el turismo de borrachera para sancionar a quienes pasaran ebrios de un balcón a otro– ha alcanzado otro significado. ¿Saldrán también en Inglaterra a los balcones?
Lo aclara Humphrey Carter, redactor jefe del Majorca Daily Bulletin. Explica que sí, que también los británicos salen a los balcones de los edificios que tienen balcones. Y que bajan a la calle y aplauden. Aunque sólo un día a la semana: el jueves. Y que las televisiones conectan en directo. «Hay mucho ambiente, muy al estilo español», dice. Y se prepara para contarlo.