El virus de Hamelín. Como el flautista hizo para vengarse de los habitantes de la ciudad que no les pagaban, la enfermedad ha hecho desaparecer a los niños de las calles desde hace un mes. El viernes 13 de marzo los colegios de las Islas dieron su último día de clase.
Ese mismo día los ayuntamientos cerraron los parques: se buscaba evitar lo que ocurrió en Madrid con zonas verdes llenas de gente en primavera. Al día siguiente llegó la orden de confinamiento. Este martes justo un mes. Desde ese momento los menores de edad solo aparecen en los balcones y algunos saludan. El encierro no tiene fecha de caducidad todavía. Su presencia en la calle se limita a supuestos muy especiales: familias monoparentales en las que los menores no puedan quedarse solos en casa mientras su padre o madre hace alguna compra, traslados para cumplir regímenes de visitas o urgencias.
Ver un chaval por la calle, con mascarilla y tapado es algo insólito. Los parques y zonas de juegos se han quedado inmóviles. Son objetos fuera de uso y de sentido ahora mismo. Sus usuarios se han trasladado a un espacio virtual encajonados entre paredes de casas y pisos. Son virtuales hasta las entregas de notas. Las vacaciones de Pascua pasan sin más con otros perjudicados más por el virus: las empresas dedicadas al ocio y entretenimiento infantil, que recogían a niños y niñas cuyos padres tenían que trabajar. La zona de juegos se mueve con víctimas como los sofás, pero también hay juegos virtuales: videoconferencias de amigas en las que se juega a las muñecas o se intercambian imágenes de los juguetes que cada una tiene en sus casas, retos que corren por los grupos de chat de los padres de cada clase: un niño mete la cabeza en un plato de harina e invita a sus compañeros a seguirlo, en otro hay que beberse el zumo de un limón.
Redes
Menores que se cuelan en el teletrabajo de sus padres, saltan en videoconferencias y que reclaman atención. Las conversaciones con abuelos y resto de familiares se trasladan también al vídeo: primos digitales y tíos a distancia, aunque vivan a dos calles. En las redes pululan fotografías de menores que hacen bizcochos, pasteles, tartas, crespells, panades y cualquier plato que se pueda modelar. Se larva una generación de reposteros entera si esto dura. Esas imágenes se alternan con otras de manualidades: huevos de pascua, flores en murales. La estrella es el arcoiris del «todo irá bien» que se ha convertido en una señal para saber donde hay un niño confinado.
Muchas veces no hace falta eso: se les escucha. Este lunes por la mañana una niña cantaba desde el balcón de su casa por la avenida Argentina. En otras ventanas se escuchan llantos, risas, una pelota o alguna carrera. También sintonías de series de dibujos animados. La televisión como refugio para padres y evasión para los hijos junto con tabletas, videojuegos y cualquier pantalla que se ponga a tiro. No mengua su poder para atraparlos.
Tras un mes metidos en casa y sin fecha de salida, el encierro se ha convertido en cotidiano. El mundo pequeño tiene complicado evaluar la medida exacta de lo que ocurre pero ven las pistas. Es evidente que algo extraño ocurre para llevar una semana en casa, después otra y otras dos más. Hay peleas, risas y lloros pero en los parques reina el silencio. El trasiego de meriendas, columpios y fuentes está en suspenso. Ciudades sin niños.