En el centro de muchas ciudades centroeuropeas hay un tipo de monumento, ‘Pestsäule', recordatorio de las epidemias de peste del siglo XVII y anteriores. El más conocido y probablemente el más bonito es el de Viena, pero en absoluto es el único. Por esa época, e incluso mucho después, la humanidad solía sufrir frecuentes epidemias que causaban tremendas tasas de mortalidad. Era frecuente que hasta un tercio de los habitantes de un lugar perecieran tras dos o tres años sufriendo una de estas calamidades. Los testimonios de los supervivientes narran con crudeza la desesperación de no saber los porqués de las enfermedades, dando palos de ciego en busca de remedios. A mí siempre me llamó la atención cuánto se tardó en conocer la cura del escorbuto, que diezmó mil y una expediciones marítimas a ultramar, y que fue un azote de la humanidad durante siglos.
Por si las hambrunas periódicas no fueran suficientes, nuestros antepasados vivían en constante riesgo a causa de estas epidemias, lo que equivalía a tener permanentemente presente su debilidad e impotencia. La precariedad de la medicina era absoluta y, por ende, la fragilidad de la vida, extrema.
Con el tiempo, la ciencia ha avanzado y ha conseguido controlar la mayor parte de estas enfermedades. De hecho, desde 1918 la humanidad no había vuelto a vivir una enfermedad contagiosa a escala mundial. Paradójicamente, debido a las innovaciones de la misma ciencia en el transporte, estas epidemias son hoy más universales e incontrolables que nunca, cosa jamás vista en el pasado. Hoy, apenas hay algún atolón del Pacífico libre de COVID-19, y los expertos tampoco están totalmente seguros de ello.
De pronto, cuando creíamos que ya éramos capaces de dominar casi todas las enfermedades, cuando estas columnas en homenaje a las víctimas de la peste las veíamos como símbolos de la debilidad pasada, aparece un virus y pone el planeta del revés en menos tiempo que el que necesitamos para reaccionar. El poder de la comunicación instantánea, el acceso a toda la información del mundo en tiempo real, la capacidad de hablar de un extremo al otro del planeta sin coste y desde el dormitorio, lejos de ayudarnos sólo nos sirven para desesperarnos más rápidamente.
Las narrativas de antes de la crisis hablaban de que teníamos sistemas sanitarios fuertes, potentes, bien dotados, con protocolos para todos los casos, con resiliencia, con capacidad, con reservas. Todo verdad, pero para atender constipados y diarreas; si hay una epidemia de verdad, todo se va al garete.
Es muy interesante cómo todo Occidente culpa a los recortes en la sanidad de los problemas de hoy. Es como si pensáramos que «no, no es posible que no seamos capaces, es que ha habido recortes». Muy tranquilizador para la conciencia humana, pero falso. Hasta en Alemania dicen que llevan años de recortes. De modo que es una pena que este virus no hubiera venido en los años ochenta, por ejemplo, porque entonces se hubiera enterado. Pura palabrería: la sanidad de hoy es mejor que la de ayer aquí y en la China –en este caso, ha sido bastante evidente–, y la ausencia de recortes, reales o imaginarios, no habría cambiado nada ante una epidemia así.
No deseo meter el dedo en el ojo de la especie todopoderosa, pero me atrevo a recordar que, encima, este virus tiene una letalidad muy baja, del orden del uno por ciento. De haber pasado esto mismo con el ébola, por poner un ejemplo reciente, estaríamos todos buscando espacios dónde construir columnas como la de Viena para el día que escampe.
Creo que esta pandemia no es nada extraordinario en la historia de la humanidad sino que nosotros nos habíamos olvidado de nuestra condición humana, de nuestra debilidad, de nuestra fragilidad.
Nosotros, que habíamos olvidado esta inseguridad, quizás vivimos algo parecido sólo cuando los atentados a las Torres Gemelas, provocados por el hombre, o en los tsunamis de Indonesia primero, y de Japón, después. Son momentos en que todas las certezas se tambalean y uno acude a lo más primario de la naturaleza, a los sentimientos más básicos, más primarios.
Las columnas de las ciudades centro europeas no nos deberían hacer pensar en un pasado superado sino en una debilidad humana siempre presente.