Vamos a por la segunda prórroga del estado de alarma por el coronavirus –sabemos que vendrán otras– y la vida y sus rutinas diarias se van acompasando a los ritmos que marca el estado de alarma que este martes llega a su día 24.
Cualquier zona se parece a cualquier otra pero todas mantienen alguna peculiaridad que las hace diferente a las demás: el barrio de Santa Catalina, por ejemplo. En las calles más próximas a la avenida Argentina que lleva al mar, se vendieron casas, llegaron nuevos residentes (de Suecia, por ejemplo) y fueron abriendo tiendas y comercios que ayudaron a dibujar y entender el cambio de costumbres que trajo la ‘gentrifricación'. Eso ocurría hace nada pero, en estos días, es como si se volviera a las rutinas de antaño, cuando Santa Catalina era un barrio de pescadores y todo era más lento.
La plaza del Progrés actúa como línea imaginaria que divide la zona que se estaba gentrificando y la que –al norte, hacia Son Espanyolet– aún se ha ido resistiendo. El bar Goa, con la verja echada y un cartel que lo dice todo (únicamente, «cerrado hasta nueva orden») hubiera abierto cualquier otro día antes de las siete y el olor a café y el movimiento de las cucharillas en las tazas sería el arranque oficial de la jornada.
Qué será de su barca
Eso, ahora, se ha convertido en una ceremonia íntima. Joan ha desayunado en casa pero ha bajado a su comercio Es bolso (cerrado al público), en la calle Rossinyol. Es una tienda de marroquinería pero estos días también le sirve de almacén. Allá guarda el agua y otros enseres. Ni se le ha ocurrido todavía mover papeles sobre si tiene derecho a alguna ayuda como autónomo. Ahora su preocupación va por otro lado: una lancha de cuatro metros en Can Barbarà.
«Se ha llenado de agua por la lluvia y el viento; está a punto de hundirse. Llamé a la policía para ver qué se podía hacer o a que me informaran de si podía ir con alguien. Y me dijeron que no, que no era una actividad esencial, que lo mejor era esperar a que se hundiera y luego pedir una indemnización», cuenta.
Juanjo es graduado social y tiene una gestoría en la calle Cotoner. Se llama Claymart Gestión y abre. Atiende desde casa o, como ha ocurrido el lunes, ha venido adrede porque alguien tenía que traerle una abultada carpeta con papeles. Habitualmente atienden ahí tres personas pero «hemos decidido cerrar porque no podemos atender al público cumpliendo todas las medidas de seguridad». Sale del local con papeles y pan recién hecho. «Son papeles de un horno y, además, me han traído pan», dice tras echar la verja y marcharse a su casa. Son días de ‘teletrabajo'.
Teresa llama desde un balcón de la calle Sant Magí. «He decidido llenarlo de pareos de colores para que quede más bonito e intento convencer al resto de la calle para que haga los mismo», dice mientras entra y sale del balcón hasta completar su propósito. Tere es una activista vecinal muy comprometida que forma parte del grupo Suport Mutu Mallorca, que dedica ayudar en la compra a quienes no pueden salir, a cuidar niños y niñas y al acompañamiento psicológico. Ha editado unos pasquines con el teléfono de los servicios sociales de Palma. Varios bares que llevan comida a casa y otros comercios de la zona se han sumado a la red. Esta claro que la nueva situación ha creado nuevas ocupaciones.
Mascarillas gratis
En eso, en inventar nuevas ocupaciones, andan también Paquita y su hija Ana. En una calle próxima han colgado un cartel en una de las ventanas de la casa con este texto: «Hola, hago mascarillas gratis. Lo hago para ayudar». Hay que llamar al cristal de la ventana para hacerse con una.
«Son mascarillas de tela reciclada, de ropa que tengo por casa», dice Paquita, que añade que siempre ha cosido, que se maneja bien con la máquina y los pespuntes, que añade dos gomitas para las orejas, y que el resultado está a la vista. Dan fe de ello Lilith y Quique, que viven en la calle Sant Magí y han salido a comprar. Llevan puestas mascarillas hechas a mano que cogieron el otro día pero se acercan al ver que hay gente en la ventana. «Son gratis y funcionan de puta madre», asegura Quique.
Es como si Santa Catalina hubiera reconectado con el pasado que fue. Y un pareja sueca saluda desde un balcón. Vive allí desde hace ocho meses.