La noche de este viernes, el presidente de Italia, Sergio Mattarella, lanzó un duro mensaje televisado a la Europa nórdica, camuflado como discurso al país: ha exigido la solidaridad continental en estos momentos críticos, aventurando entre líneas que de seguir así podría crecer el euroescepticismo italiano. Salvini ha sido más claro y radical: después de la crisis, pasaremos la factura. España, Portugal y Grecia están en el mismo barco que Roma. Alemania, Finlandia y Holanda, en el otro lado, están cerrados a compartir los costes de esta tragedia.
El sur, en la quiebra financiera, pide que (toda) Europa se endeude para abordar la crisis, lo que equivale a exigir que (sólo) el norte se haga cargo de la factura; el norte, saneado tras diez años de rigor en la gestión, dice que no va asumir de su bolsillo la mala administración de estos diez últimos años en el sur, donde no se aprovechó la bonanza. Merkel es contundente: no habrá eurobonos; Holanda es más cruda: no vamos a financiar a quien no aprovechó estos años de crecimiento.
La tragedia europea es que los dos bandos tienen razón: el sur porque, si hay una Europa única en lo monetario, debería haberla en lo fiscal; y el norte porque, si ellos son rigurosos en su gestión, el sur debería intentarlo, al menos.
Vean qué disparate: mientras en algunos países los parados se van a ir a casa con 2.800 euros de salario mensual máximo, pagado por el Estado, en España se están yendo con 1.068. Mientras la TUI se lleva 1.800 millones de euros porque hay turbulencias en el mercado, al turismo y a la empresa española en general le corresponderán 0 euros.
El problema, a mi entender, radica en el modelo. Europa no es un estado, porque en ese caso tendríamos una política única. Pero tampoco somos veintisiete estados, porque tenemos una política monetaria común. Entonces, ¿qué somos? El sur aceptó la fórmula perversa de tener una divisa y un tipo de interés únicos que benefician a los ricos, aceptando no centralizar la política fiscal, que habría beneficiado a los pobres. Europa, simplemente, es un engendro institucional condenado a morir, incapaz de navegar en las dificultades. Observen que los grandes asuntos no se debaten en el Parlamento, como es lógico en un continente que no es una democracia. Por ahí asoma un tal Michel, al que nadie ha votado; o una Von der Layen que tampoco sabemos quién ha elegido. Lo dicho, un engendro.
El coronavirus amenaza con poner al continente patas arriba. Primero ocurrió con las medidas sanitarias, absolutamente dispersas y hasta contradictorias; después con el cierre de fronteras que reflejaban el egoísmo subyacente, y ahora, aún mucho más grave, con la financiación de esta crisis, asunto exponencialmente más conflictivo. La crisis de la inmigración desde África será un asunto menor al lado del virus.
Yo creo que España, prodigio de mala gestión e indisciplina, donde la demagogia campa a sus anchas, debe estar en Europa porque fuera de ella iríamos aún más velozmente al desastre. Pero deberíamos exigir una Europa en la que las políticas comunes no se limiten a lo que beneficia al norte –apertura de fronteras comerciales, moneda única, tipo de interés único– sino también la política fiscal redistribuidora de la riqueza, que beneficia al sur. Ello probablemente pase por ceder mucha más soberanía y hasta por pasar a ser gobernados desde Bruselas.
Pero no me hago ilusiones: primero, porque ninguno de los políticos que nos mandan ha sospechado siquiera que haya un problema con Europa; segundo, porque jamás querrán oír hablar de que el poder se vaya a Bruselas y que ellos regresen a casa y, mucho peor para todos, España no podría aguantar todo este ejército de inútiles en las listas del paro.