Dinero, información correcta y experiencia en viajar por el extranjero hacen falta cuando se pretende regresar a España a la carrera desde lejos, ante la explosión de la crisis internacional causada por la pandemia del coronavirus que afecta a medio mundo.
Este es el relato de un viaje de casi 40 horas para volver a Mallorca, desde uno de los últimos reductos tranquilos de Asia, las remotas y hermosas Islas Banda del archipiélago indonesio de las Molucas, después de que el Ministerio de Asuntos Exteriores urgiera a los españoles a regresar rápidamente mientras la infección estaba en plena ebullición.
«El MAUC informa: Ante el aumento de cancelaciones de vuelos a y desde España relacionados con la COVID-19 se recomienda a los viajeros españoles que reconsideren sus planes de viajes», informó la diplomacia española el pasado 13 de marzo en un SMS recibido en los teléfonos móviles de España que estaban operativos en Indonesia.
A mediados de marzo, el coronavirus no había conseguido abrirse paso entre la gente de las hermosas Islas Banda, pero por esas fechas ya se conocía allí por medio de la prensa local que el Gobierno español había declarado el estado de alarma en respuesta al veloz incremento de los casos de contagio.
Por entonces, ya se contabilizan en España unos 6.000 casos, casi 5.900 más de los que se habían detectado el 1 de marzo, fecha en la que las autoridades sanitarias españolas aseguraban tener controlada la infección, e incluían a Singapur, pese a su avanzado sistema de sanidad, entre las naciones de «riesgo» por contar unos setenta casos de coronavirus, casi la mitad de ellos importados.
Las Islas Banda están conectadas vía aérea con Ambon, capital de la provincia de Molucas del Sur, mediante un solo vuelo a la semana realizado por una avioneta de diez plazas, que hace el trayecto únicamente cuando las condiciones meteorológicas lo permiten y se han vendido pasajes suficientes para rentabilizar el viaje.
Con menos de una veintena casos de coronavirus registrados en Indonesia, un país con 260 millones de habitantes y una superficie próxima a 2.000 millones de kilómetros cuadrados, en el pequeño destartalado aeropuerto de Ambon abundaban los pasajeros indonesios y trabajadores con mascarilla y se observaba con resquemor a los pocos extranjeros que embarcando en algún vuelo.
«¿España?, mucho coronavirus», exclamó el trabajador de una aerolínea local tras ojear el pasaporte y antes de extender la hoja de embarque para un vuelo de unas dos horas hasta Macassar, capital de la provincia indonesia de Célebes Meridional, el 18 de marzo.
«Extranjero, ponte la mascarilla», gritó un excitado indonesio al observar caminando por la terminal de Macassar a un occidental, a quienes se empezaba a ver como una amenaza a la salud debido a la información publicada por medios locales.
En Yakarta, la capital de Indonesia en la que no se saben si habitan diez o doce millones de personas, abundaban en sus calles, edificios financieros y centros comerciales, las personas con mascarilla y también se realizaban controles de temperatura corporal al entrar en cualquier lugar por orden del Gobierno tras elevar este su alerta cuando se registraban un centenar de casos de coronavirus.
Antes de abrir, varios extranjeros aguardaban poder entrar en las oficinas de Qatar Airways, una de las pocas aerolíneas que mantenía conexiones aéreas con destinos europeos en medio de la ola de cancelaciones de vuelos ante la alarma que habían generado las informaciones llegadas hasta allí sobre el inminente cierre del espacio Shengen, incluido el español.
Las empleadas de cara al público de esta aerolínea portaban mascarillas y confundían países y ciudades, aparentemente, por el estado de nerviosismo o el miedo que sentían por tener ante si a un occidental visto como potencial portador del virus.
Al igual que otras aerolíneas, los vuelos de la aerolínea qatarí para ese mismo día con destino a Barcelona y Madrid habían sido cancelados, y entre las pocas ciudades europeas para las que quedaban algunas plazas disponibles figuraban Ginebra y Atenas, con nueve horas de espera en tránsito en el aeropuerto de Doha.
En la terminal 3 del nuevo aeropuerto Soekarno Hatta de Yakarta había largas colas de occidentales aguardando turno para conseguir una tarjeta de embarque, y otros cientos dormitaban o pasaban el tiempo echados sobre el suelo del vestíbulo con aspecto preocupado.
Cerca de la sección de embarque, dos empleados del servicio de asistencia de la Embajada de Francia que vestían chaleco de color naranja montaban guardia para ayudar a sus conciudadanos, a la vez que el teléfono de urgencias del consulado de la Embajada de España en la capital indonesia repetía un mensaje grabado en el que se instaba a ponerse en contacto mediante el envío de un mensaje a una dirección de correo.
«Tendríamos que haber comprado esos dos billetes del vuelo de enlace, hace dos horas cuando costaban casi 300 euros, ahora casi tendremos que pagar el doble», decía una joven andaluza a su compañero de viaje mientras hacía cola en el control de inmigración.
En Doha, la capital de Qatar y a unas nueve horas de vuelo desde Yakarta, los innumerables comercios de la terminal estaban desiertos y la gran mayoría de las personas que se movían por unos pasillos que en circunstancias normales la gente ocupa cada palmo de espacio, eran occidentales con mascarilla que se dirigían rápidamente a la puerta de embarque designada para su vuelo.
En los paneles de información del aeropuerto de Doha únicamente figuraban dos vuelos cancelados: uno a Barcelona y otro a Madrid, y entretanto, medios de comunicación españoles informan en sus ediciones digitales de que el ministerio ha rectificado y que ahora aconseja a los españoles en el extranjero que «estén bien» que se queden donde están y no regresen.
Llaman al embarque para el vuelo a Ginebra. Dos empleados de la aerolínea vestidos con un uniforme diferente al del resto, examinaban minuciosamente el pasaporte de los pasajeros, y echan atrás a una pareja entrada en los sesenta años porque al parecer no dispone de un vuelo reservado para hacer solo tránsito en el aeropuerto suizo.
«Llamaré a mi embajada, voy a llamar a la embajada», grita visiblemente nervioso el hombre al personal de la aerolínea, aparentemente aterrado por la idea de no poder embarcar y quedar varado en Qatar, país en el que no se autoriza la entrada de los extranjeros sin permiso de residencia desde que en el sultanato se detectaron más de un centenar de casos de coronavirus.
Por supuesto, ni él ni su acompañante recibieron autorización para embarcar en ese vuelo cuyo precio superaba los 1.400 euros, a pesar de sus quejas ante unos empleados ya muy acostumbrados a escuchar esa reacción de auxilio consular que por lo general raras veces llega.
Otras ocho horas de vuelo y en Ginebra, donde la puerta de Suiza se abrió tras comprobar la policía que se dispone de la reserva de un vuelo a París y de otro desde la capital francesa a Barcelona.
«España. contigo. En caso de emergencia consular llame a......», es el mensaje se recibe por SMS en el teléfono móvil al llegar a este aeropuerto en cuyos paneles de información no figura ni un solo vuelo a ciudades españolas.
El aeropuerto de Ginebra no es lo que fue, se ha quedado obsoleto comparado con el de Macassar, en Célebes Meridional, pero se salva por el buen trato del personal que allí trabaja.
Un breve vuelo de Air France y llegada al aeropuerto de Orly, en París, que presenta un aspecto sin precedentes, con los comercios cerrados y los pocos que permanecían abiertos servían los últimos cafés y bocadillos. Aquí si en sus paneles se anuncian vuelos de Air France a Barcelona, Madrid, Valencia y Málaga.
De nuevo otro vuelo de Air France, pero este con destino al aeropuerto de Barcelona en un avión con pocos pasajeros atendidos por profesionales que tratan de ocultar su preocupación por viajar hacia un destino cercado por el coronavirus.
En la puerta de embarque del vuelo de Air Europa hacia Palma que despega a las 18:45 había menos de medio centenar de pasajeros, casi todos con la mascarilla que mantuvieron puesta durante el breve vuelo, y también durante la hora y media que aguardaron en la jardinera hasta pasar por una especie de control integrado por tres guardias civiles y varios funcionarios de la sanidad balear en el que se entregaba completado un cuestionario escrito en catalán repartido antes de despegar de Barcelona.
«Por favor, me enseña su DNI», pidió un guardia civil mientras tenía en su mano ese formulario mediante el que se pregunta la fecha nacimiento, la dirección de residencia, y si se sufría fiebre, tos u otros síntomas de la COVID-19.
Al fin en Mallorca, ninguna pregunta más ni prueba médica alguna. Tras casi dos días viajando, solo faltaba esperar una hora para que un taxi para ir a casa.