Reconozco que este sábado no pude seguir el discurso de Pedro Sánchez. Nada me lo impedía pero después de un rato escuchándole, no pude más, tanto y tan poco en claro. La claridad ha llegado hoy, con la prórroga del estado de alarma quince días más.
Recurro a la hemeroteca para recordar exactamente qué día era aquel en que un representante de la Sanidad de Baleares, ahora retirado de la primera línea de fuego por un periodo vacacional, aseguraba que el coronavirus no estaba en España - en Mallorca teníamos un infectado leve, ahora ya de alta- . Era el 11 de febrero. El coronavirus nos llegaba a Occidente con cifras ya preocupantes, con imágenes de sanitarios enfundados en espectaculares trajes de protección y el confinamiento como ley nacional. Aquello ocurría mientras aquí nos explicaban cómo lavarnos las manos como única medida de prevención y descartaban las mascarillas. No hay que caer en exageraciones, decían. Y en estas nos vemos ya con más de un millar de fallecidos en España. De 0 a más de 1.000 en un mes, y miles y miles de afectados.
Desde el confinamiento en casa, vemos cómo la dichosa curva está lejos aún de alcanzar su punto máximo y resulta inevitable pensar que quizá se pudo hacer algo más cuando mirábamos a China como si la cosa no fuera con nosotros. Y más aún cuando Italia empezó a enfermar masivamente y tampoco hicimos nada para tomarle algo de delantera al coronavirus. Por entonces el virus se colaba sin filtro por nuestras fronteras, nuestros ciudadanos empezaban a incubarlo, a contagiarlo, a exportarlo también - ahí las cifras de algunos países sudamericanos-. Con la crisis sanitaria instalada en Italia, y varios países tomando medidas de contención muy serias con apenas casos confirmados -cito por ejemplo a Irlanda, que suspendió su San Patricio y cerró centros educativos con sólo varias decenas de positivos-, aquí empezamos a tomarnos en serio el tema cuando ya teníamos tres focos importantes.
El coronavirus no entró a bocajarro, se nos fue colando, le dejamos la puerta abierta. Y, en menos de una semana, nos vemos dónde estamos, mientras China empieza a ver la luz. Tras más de ocho semanas de confinamiento de una sociedad mucho más disciplinada que la nuestra, el país ha pasado días sin registrar nuevos casos locales. Y es ahora cuando sus escenas son nuestras, sus calles vacías son ahora las nuestras, sus militares desinfectando espacios públicos, sus sanitarios agotados, sus hospitales saturados. Es obvio que algo ha fallado. Cuando esto pase, cuando la gente deje de enfermar y morir y los enfermos se curen, tendremos que hablar largo y tendido de ello.