Hace un par o tres de semanas, cuando los chinos de Wuhan eran apaleados por la policía si salían de casa y los contagios por coronavirus comenzaban a dispararse en Italia, los vecinos de Sant Jordi anunciaban movilizaciones contra la ampliación del aeropuerto. Hoy la actividad en Son Sant Joan es mínima y apenas se oye el ruido de las aviones. «Fotre! Por supuesto que me he dado cuenta de que no hay aviones. Pero oiga, a mi no me molesta su ruido, ya estaba tan acostumbrada... ¿Y qué vamos a hacer si no vienen aviones? ¿De qué vamos a vivir? Aquí nos dedicamos al turismo», observa Catalina, una vecina de Sant Jordi que ayer, sexto día de confinamiento, barnizaba el portal de su casa. «Estamos enjaulados y llevamos menos de una semana, no creo que lo podamos resistir. Yo aprovecho por dar aceite a las puertas».
Pese al estado de alarma, la Palma rural mantenía la actividad y las calles no estaban vacías ni mucho menos. Protegido con mascarilla, Pep Mulet venía de la farmacia cargada de medicamentos. «Mire, he salido solo para recoger estas recetas. Ahora me cambiaré la ropa e iré a dar comida –arreglar, dijo– los animales: tengo palomos, gallinas, patos... Ahora es buena época para que hagan huevos».
En la calle hay gente que va y viene del súper, de echar la basura al contenedor o de comprar el pan. Muchas casas tienen alguna ventana abierta y se oye el ruido que hacen los niños cuando juegan. Curiosamente, y a diferencia de la Palma más urbana, se ve a pocas personas paseando el perro. Meri Gasca y Emiliana Marín aparecen tras una esquina.
Explican que cuidan a gente mayor y que vienen de hacer la compra. «Nuestros hábitos no han cambiado mucho. Hemos tenido que eliminar el paseo que dábamos cada día con ellos y hemos extremado las medidas de higiene para no contagiarlos: ahora, al llegar a casa [viven con la gente a la que cuidan] nos descalzamos, nos cambiamos la ropa y nos duchamos. Vamos con mucho cuidado».
De camino a s'Aranjassa, al pasar junto a una pista de Son Sant Joan, sorprende no ver a ningún avión despegando o esperando órdenes para tomar pista. S'Aranjassa –una decena de calles en torno a la recta carretera que antes de que se construyera el aeropuerto unía Palma y Llucmajor– parecía ayer más que nunca un pueblo sacado de un wéstern: casi nadie en la calle, solo algún negocio abierto, aquel aire inhóspito.
La compra a casa
Muy amablemente, María José Morilla, que regenta la panadería Dolç i Salat, explica que los vecinos han adoptado un comportamiento cívico y solidario: «nos ayudamos entre todos». Dice que desde que se decretó el estado de alarma vienen menos personas mayores a comprar el pan. «Entonces hemos decidido llevarles la compra a casa. Recogemos el pedido (pan y algo de verdura y fruta) y mi marido hace el transporte», explica.
La estanquera de s'Aranjassa se llama Francisca. Lleva guantes y mascarilla y en cinco minutos rocía varias veces con alcohol el mostrador de su negocio. «Voy con mucho cuidado. ¿Ve que el suelo es de parqué? Pues cada día lo limpio con lejía, aunque pueda dañarlo». Francisca no esconde que está preocupada, incluso alarmada. «Esta semana un cliente me preguntó si desinfectaba las cajetillas de cigarrillos al venderlas. Otro me explicó que acababan de despedirle. Sí, estoy asustada».
En una casa cercana, Maria hace su cama. «Es el único momento del día que abro la ventana. Solo he tenido que salir de casa el martes, para ir al PAC de s'Arenal, una visita ordinaria. Vivo sola, pero tengo cinco hijos que cada día me llaman y me preguntan qué necesito para comer, de forma que no tengo que ir a comprar. La verdad es que estoy muy tranquila».