Gabriel Riera Sorell (Sant Joan, enero de 1919), viudo y sin hijos, conserva viva su memoria.
En la Llar dels Ancians de Palma evoca su primer recuerdo político: el 14 de abril de 1931, en Sóller. «Estaba con mi padre, empleado del Ferrocarril. Tenía 12 años. Se acababa de proclamar la República. La gente reía y gritaba alborozada. Pero un hombre lloraba de forma desatada. Padre, ¿por qué llora?, le pregunté. Y el contestó: la mayor expresión de felicidad de un hombre es un buen llanto».
La familia se trasladó a Palma tras haber sufrido el padre problemas laborales y abrieron una herrería en Ses Cadenes. Gabriel, fiel al destino de su generación, se afilió en 1936 a las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), fusión de los socialistas y comunistas dispuestos a defender el Frente Popular. Tenía 17 años.
Tras el golpe de Estado acabó detenido. En septiembre del 36 le encerraron en Can Mir, el tétrico almacén de maderas situado donde ahora está el cine Augusta.
Llegó a haber mil presos en aquella prisión improvisada por los alzados, muchos de los cuales acabaron fusilados. «Nos tenían hacinados. Para comer nos daban boniatos y judías. Yo no vi sacas porque la guardia estaba completamente separada de los presos. El ambiente en el interior era tremendo, de una profunda depresión, pero tampoco recuerdo histerismos. Se conservaba la calma». Sabe que es el último de Can Mir. «Así me lo ha dicho el historiador David Ginard».
Dos meses después empezó su calvario de trabajos forzados. «Me trasladaron a la carretera de Campos a la Colónia de Sant Jordi, a picar piedra. Después a otros lugares donde se hacían carreteras. Así pasé toda la guerra. Luego, con la postguerra, vino lo peor», señala, manteniendo la serenidad de espíritu. «Pasé por diferentes campos de trabajo de la Península.
Estuve en Cerro Muriano, en Tetuán, donde intenté escapar y me encarcelaron, y en Sierra Carbonera, Málaga, donde construimos nidos de ametralladoras porque Franco quería tener controlado Gibraltar. El hambre era atroz. Me salvé gracias a un consejo de mi madre: me comía crudos todos los caracoles que encontraba. No es agradable pero sí efectivo. Al salir pesaba 40 kilos. Y me obligaron a hacer el servicio militar: dos años», señala, con firmeza en su mirada.
Después trabajó en la construcción del Dique del Oeste de Palma «por diez pesetas al día, casi lo que valía un pan de estraperlo». Alrededor de 1947 escapó en una barca a la Argelia francesa, donde encontró trabajo en una herrería. Estuvo hasta 1962. Regresó y dio clases de francés en la escuela de Valldemossa. Después trabajó como herrero.Tras la muerte de Franco «no volví a la política porque veía a la izquierda muy dividida y a mi me gusta la unidad. Sigo siendo tan republicano como entonces. Lo que no me gustan son las peleas inútiles. Mi sueño es un partido único de la izquierda, lo que buscábamos las JSU».
Hoy día distribuye su tiempo en la Llar del Ancians de General Riera, donde duerme y come, y su domicilio en Son Cladera, al que acude en autobús por las tardes a pasar unas horas. Sigue el conflicto catalán y distribuye culpas: «Es cierto que Madrid no trata bien a los catalanes, pero tampoco a los baleares. Y nosotros no nos hemos levantado. Los catalanes tienen parte de razón, pero se han pasado».
Ya llega a los cien años, pero dice: «No es tan agradable porque ya no me quedan amigos. Todos los de mi generación han muerto».