El brexit ha ganado, sobre todo en Inglaterra. Escocia e Irlanda del Norte no han votado igual que las orgullosas clases medias de la Vieja Albión. Ha ganado la consigna de sus líderes antieuropeístas: independencia. El resultado es pésimo y altamente preocupante para Mallorca. La oferta de turismo made in Magaluf, bueno, bonito y barato, no podrá sostenerse si la libra cae en picado frente al euro. Y la capacidad de maniobra de España para devaluar el euro es nula. Mallorca depende muchísimo de sus más de tres millones de clientes británicos que anualmente nos visitan. Desde los años 60 han sido un factor importante en el mantenimiento del nivel de vida mallorquín. Y eso vale tanto para el turismo de borrachera (siempre criticado pero siempre consentido) como para el estable y bendito turismo familiar de clase media. Todo eso entra en crisis tras la histórica decisión inglesa de la víspera de San Juan.
Cuando eclosiona un vuelco de estas dimensiones es porque han acabado por estallar un cúmulo de errores a lo largo de años y de lustros. En primer lugar, y una vez más, las empresas demoscópicas se han cubierto de fango al ser incapaces de predecir (o de intentar manipular) lo que se veía venir a nivel de calle en las ciudades inglesas.
Su error más importante ha sido no comprender el alma de un pueblo orgulloso. La Unión Europea sólo es posible desde la igualdad y el respeto. Pero al inglés medio, haya votado lo que haya votado, le hace hervir las entrañas comprobar como los órganos decisorios de la UE están supeditados a los dictados de Berlín y a la asfixiante prepotencia de frau Angela Merkel.
Por encima de preocupaciones por el descontrol migratorio, por encima del deterioro de los servicios sociales, las clases medias inglesas (que reinaron sobre los mares del planeta durante más de dos siglos) no soportan el carácter teutón, su obsesiva fijación por ser Doñas Perfectas en cada iniciativa colectiva que toman. Los ingleses son clasistas (demasiado) pero son tolerantes. Es su estilo. Dejan hacer mientras no les pisen un callo. Pero cuando eso ocurre se vuelven irascibles y combativos.
La Europa continental ha padecido infinidad de desastres a lo largo del último medio milenio. Los ingleses se han metido (y a menudo solucionado) muchos de estos enfrentamientos. Pero desde su independencia. En el siglo XVI fundaron su propia Iglesia (la anglicana). Se negaron a estar supeditados a la Roma de los Papas. Más tarde se metieron en guerras continentales para verse algún día rodeados de democracias parlamentarias parecidas a la que ellos sedimentaron en el siglo XVII. Jamás tolerarán que les manden. Su independencia es su razón de existir, es la esencia de su personalidad. Así son ellos y así en la impronta que han dejado en Europa.
Entre 1930 y 1945 lucharon con tesón y coraje para devolver la democracia a Europa. En 1940 lo hicieron solos contra las potencias nacifascistas del Eje, que dominaban buena parte del Continente. «Somos los paladines de la libertad. Luchamos solos, sí, ante los ojos de un Mundo asustado. Esperamos ser merecedores de tal honor» (Winston Churchill). Después vino una época dorada de desarrollo para Europa. Mallorca recogió los frutos. Las playas de nuestra isla certificaron la nueva unión. En los sesenta y setenta podían verse (el bañador no engaña) infinidad de cicatrices exhibidas sin complejos por los turistas en nuestras costas. Ingleses y alemanes aprendieron a reconciliarse en nuestra Isla. Aquellas miradas de reojo entre antiguos enemigos fueron importantes para determinar un Occidente unido.
Pero ahora estamos ante una nueva ruptura. El viejo león está herido en su orgullo y se marcha a la selva del mercado global fuera del paraguas de la Unión. La causa es que el proceso unionista se ha basado sólo en la economía, en la moneda, pero no en la cultura. Y la cultura social inglesa es milenaria, única, extraordinaria. Y su democracia se acerca ya a los 400 años. Inglaterra debería haber tenido mucho más peso cultural en la Unión. Moral si se quiere, pero poniéndoles como ejemplo. Y su estilo tolerante, educado, formado y respetuoso, tendría que haber sido reconocido como una de las más sublimes aportaciones europeas a la convivencia. En épocas de zozobra, la cultura lo es todo. Absolutamente todo. El oro y la plata se agotan, pero el estilo y la clase no mueren nunca, ni aún bajo los bombardeos.
Como dice el Martín Fierro, «si alguien se va es porque ya se ha ido». La Unión se salvará de ésta. Pero hay que mirar hacia una nueva óptica de Europa donde la cultura sea considerada un valor inapreciable, situada, como mínimo, al mismo nivel del dinero. Y que frau Merkel aprenda la lección de los disgustos que genera la prepotencia. Sus altiveces han hecho mucho más daño que los vendavales económicos, que son coyunturales. Por contra, la Inglaterra de Shakespeare es eterna. Y lo es porque Shakespeare es inteligencia. En cambio, a menudo, el dinero es bobo.