Cuando los bolcheviques tomaron el poder en Rusia en 1917, Lenin fue tajante. Les dijo a sus camaradas: «Conservad lo bonito». No quería arranques iconoclastas que sabía que se volverían en contra de los nuevos detentadores del poder. De esta forma, durante toda la etapa histórica del poder soviético, que se prolongó hasta 1991, las cúpulas ortodoxas de la Plaza Roja (y de tantos otros lugares), rindieron homenaje a los desfiles bolcheviques. Y eso valía para los palacios zaristas (transformados en sede de instituciones públicas o en museos) como para todo tipo de obras de arte. Lenin era lo suficientemente listo para no dar argumentos a la oposición en materia de monumentos. Una muestra de inteligencia es saber apropiarse de los símbolos ajenos para transformarlos en nombre de todos.
El error de la izquierda palmesana con el monumento del «Baleares» ha sido no comprender que con una simple transformación del monolito, convirtiéndolo en homenaje a los dos bandos que lucharon en la contienda, habría hecho un gran favor al mantenimiento de la memoria histórica. Bastaría con dejar el monumento tal como está, retirando los relieves de los marineros y si se quiere la cruz de la parte posterior. Y el resto que quedase igual. Solamente colocando en lugar bien visible: 1936-1939. De esta forma, todo el parque honraría a todos los caídos de la guerra civil. El texto descontextualizador colocado por Aina Calvo también sobra. El monolito rezuma contexto histórico por todos sus poros.
De hacerse eso, la izquierda, con su generosidad y afán de reconciliación habría ganado este pulso y hechas realidad las famosas tres P del discurso del presidente de la República, Manuel Azaña, en Barcelona, en pleno conflicto, el 18 de julio de 1938: «Paz, Piedad, Perdón».
Sin embargo, ordenar tablarrasa genera no sólo problemas jurídicos importantes, no sólo da alas al PP, no sólo crea tensiones donde no debería haberlas, sino que es una apuesta a favor de la nada. Es curioso, pero en el pleito de Sa Feixina asistimos a una realidad al revés. Es la derecha la que quiere mantener la memoria histórica con un monumento decontextualizado y es la izquierda la que apuesta por pasar la apisonadora, apostando por el olvido.
La Plaza Roja de Moscú se llama así porque los zares, sobre todo Pedro el Grande, ejecutaban allí a sus opositores, manado la sangre por todos lados. Lenin tuvo la oportunidad de convertir aquello en un descampado ante el horror que desprendía aquella plaza en la memoria histórica de los moscovitas. Pero hizo lo contrario. La convirtió en símbolo de los nuevos tiempos. En Sa Feixina la izquierda tenía (aún tiene) la oportunidad intelectual de hacer algo parecido. Bastaría colocar ocho números, 1936-1939, para transformar una obra partidista en un monumento a la reconciliación. Pero es evidente que en Cort no hay nadie con la lucidez de Lenin, un dictador con mil defectos, pero con las ideas muy claras de como deben tratar los revolucionarios a los monumentos. Por eso su propio mausoleo ha quedado en aquella plaza cuando una nueva era ha superado al viejo bolchevismo. La Plaza Roja sigue siendo historia pura también gracias a Lenin.