Son más de diez años desde que la portería del Convent dels Caputxins, situada junto a la plaza Espanya, abre sus puertas puntualmente a las 9 para recibir, durante una hora y media, a cientos de personas que buscan algo que comer al alba.
Las peripecias personales que les llevan allí son de extraordinaria dureza para oídos castos, pero los frailes y las voluntarias lo sienten como la vida de muchos de sus semejantes ayer y hoy, con la fe puesta es que quizá mañana ya no sea tan necesario el 'Pa de Sant Antoni'.
Amargura
El desfile de personas por la portería de los Caputxins conlleva atuendos distintos pero es uniforme en la mirada, con muchas llagas de tristeza.
Virginia ha cumplido hace bastante tiempo sus 60 años, y no quiere su foto en el periódico, aunque no rehuye las preguntas. «Tengo una pensión de unos 450 euros -confiesa- y en casa hay tres hijos sin trabajo y sin mucha perspectiva de recuperarlo. He tragado tanta amargura que venir aquí a por unas galletas y unos zumos casi me hace recuperar la dignidad».
Al fondo de la pequeña estancia de los frailes se toma nota de cuántas personas acuden cada mañana, pero no se pregunta nada a nadie. Es la simple constatación de la necesidad para sobrevivir de tantos habitantes de Palma, para que quienes proporcionan los alimentos puedan seguir haciéndolo y -si fuera posible- incrementar la donación. El número de asilados crece.
A veces -«cuando Sant Antoni tiene algo más de suerte», en palabras de Adolfo-, se reparte en la casa de los Caputxins ropa y calzado. Poco importa si es de la talla de cuerpo y si las zapatillas deportivas no coinciden con el número. «Ni me acuerdo de mis medidas -puntualiza Antonia-, si me sirve para tiritar menos».