Colegio Gabriel Alzamora, de Palma. Los niños entran en el patio a las 8.20 horas. Cinco minutos después han formado en sus respectivas filas, bajo el porche, y cinco minutos más tarde ya están en sus aulas, a las que han accedido en orden y silencio.
Es el primer día de clase. Día de encuentros y reencuentros. Los que ya compartieron clase en el curso anterior, se alegran al verse, se saludan, se abrazan y se cuentan lo que han hecho durante el verano... Los nuevos, de la mano de sus padres, llegan tímidamente a su fila y esperan a ver que pasa o quien les tiende la mano.
Pocos lloran. Que viera, tan solo dos niñas. Y es que, ¿saben?, estoy en un centro que es una especie de ONU escolar, ya que n elevado porcentaje de alumnos son inmigrantes. Y son tantos, que no es fácil encontrar a un mallorquín de tercera generación, un mallorquín de padres y abuelos mallorquines. Porque lo que se dice mallorquines de nacimiento lo son casi todos, pues nacieron aquí una vez que se establecieron sus padres tras haber dejado su país para buscar un mejor futuro, en este caso, en la Isla. (Los hay también que son hijos de padre mallorquín y madre inmigrante, y viceversa, aunque son lo menos). Son, por tanto, mallorquines, pero de ascendencia hindú, africana, marroquí, boliviana (medio Cochabamba esta ahí), argentina, ecuatoriana, etc... Niños que desde el primer día oirán hablar catalán en su aula, idioma que irán aprendiendo poco a poco y que les ayudará a sumergirse en nuestra cultura, y a través de ellos, sus padres.
Decíamos que apenas los vimos llorar, porque el niño inmigrante, sobre todo el centro y sudamericano, no suele llorar. Está acostumbrado a ver cómo sus padres y hermanos se marchan a la busca de mejores horizontes. Por eso, como mucho, cuando la mamá los deja en la fila, se quedan serios, pero será por poco tiempo ya que enseguida se hace amigo de otros. Lo bueno de los niños es eso, que se relacionan rápidamente. Y estos no son la excepción.