A la tragedia de haber perdido a su mujer, Dalila Mimouni, la primera víctima mortal de la gripe A en España, el joven Mohamed El Huarachi, ha tenido que sumar la trágica muerte de su hijo, nacido prematuramente mediante cesárea y que evolucionaba satisfactoriamente, por un error tan grave como que se le hubiera administrada la alimentación por vía intravenosa en lugar de por la sonda nasogástrica.
El caso es especialmente sangrante por cuanto la madre, Dalila, asmática, con dificultades respiratorias, inició un periplo por hasta tres centros hospitalarios de la Comunidad de Madrid sin que fuera atendida. Cuando ingresó en el Gregorio Marañón, ya era tarde para que nada se pudiera hacer por su vida. Sólo, y no es poco, se pudo salvar al niño, que tenía todas las posibilidades de superar los problemas de haber tenido que nacer de forma prematura, con todos los inconvenientes de inmadurez orgánica que ello comporta.
Esta tragedia debe llevar a replantearse el funcionamiento de determinados mecanismos de la sanidad pública. No pueden existir problemas de comunicación con los pacientes, no se les puede despachar sin evaluar los riesgos de no tomar en consideración un mínimo estudio de los síntomas que presentan. Y, aunque hay que reconocer que la dirección del hospital reconoció rápidamente el error humano en el fallecimiento del pequeño Rayan, no se puede permitir que se deje a solas a una inexperta enfermera que no ha actuado nunca en cuidados intensivos, ni un solo momento puede dejar de ejercerse la supervisión. En general, médicos, enfermeras, personal sanitario, cumplen con profesionalidad con su labor, pero en excepciones como ésta con lo que se juega es con la vida de las personas.