Una filtración a los medios de comunicación ha provocado la precipitada presentación de la letra que el Comité Olímpico Español propone para el himno nacional, una propuesta que, llegado el momento, deberá aprobar el Congreso de los Diputados para que adquiera rango oficial.
Las primeras reacciones de la clase política oscilan entre la indiferencia y la crítica a una propuesta artificial en la forma -la excusa es que deportistas y aficionados tengan una letra que cantar en los estadios- y pobre, muy pobre, en el fondo. La letra aceptada por el jurado elegido por el COE es de una ñoñería impropia de ser elevada a la categoría de cántico representativo de España.
A la vista de los resultados, la más elemental prudencia invita a retirar la iniciativa antes de que acabe convirtiéndose en motivo de chanza. La letra de los himnos se basa, en la mayoría de las ocasiones, en acontecimientos extraordinarios, épicos si se quiere, con textos que responden a un momento histórico, y que, aunque hayan quedado desfasados, nadie se plantea modificar. Pero no se puede utilizar como letra de un himno nacional una redacción insustancial, más propia de unos juegos florales de un colegio de primaria.
Nadie, hasta ahora, -con la excepción del intento de José María Pemán en pleno franquismo, que tampoco cuajó- ha planteado en décadas la conveniencia de ponerle letra a la música, que junto con la bandera, representa a España. El himno es como es y es preferible escucharlo con respetuoso silencio antes que cantarlo con palabras de tan pobre contenido.
No parece, por tanto, que ahora sea el momento más idóneo de rescatar un proyecto que nadie, salvo el COE, demanda y que, con seguridad, acabará levantando suspicacias. Cabe esperar que, al final, la idea de poner letra a nuestro himno se abandonará y toda la polémica que le acompaña se convertirá en una anécdota.