La muerte del ex dictador chileno Augusto Pinochet debería suponer echar definitivamente el cierre a una época terriblemente oscura del país sudamericano. De hecho, el regreso de la democracia de Chile se produjo de forma tutelada, puesto que el general siguió siendo, en los primeros años, el jefe de las Fuerzas Armadas, para ser nombrado luego senador vitalicio, cargo al que renunció en 2001, aunque gozó de inmunidad como ex gobernante. Aun así, su presencia ha sido como una sombra siempre presente desde que en 1973, pese a haber prometido fidelidad al entonces presidente Salvador Allende, encabezó un golpe de Estado. Era, tal y como se publicaba en el editorial de Ultima Hora de aquellos luctuosos días, la muerte de la esperanza.
Con el acceso al poder de Augusto Pinochet se iniciaba un período terrible en el que desaparecieron miles de personas, miles fueron asesinadas, miles torturadas. Entre las víctimas de la dictadura chilena se encontraba el cantautor Víctor Jara, convertido en símbolo de la lucha por la libertad por los demócratas de todo el mundo.
En su declinar, Pinochet fue detenido en Londres por una orden del juez español Baltasar Garzón para ser procesado por genocidio, torturas y crímenes contra la Humanidad, pero la orden de extradición solicitada por España no se concedió y a su regreso a Chile fue aforado y desaforado por los tribunales en diversas ocasiones. Nunca fue juzgado por los crímenes que se cometieron bajo su mandato.
Ahora, en los actos fúnebres, no recibirá honores de ex jefe de Estado, pero sí como ex jefe de las Fuerzas Armadas. Todo un absurdo tratándose de un criminal con miles de muertes sobre sus espaldas.
En cualquier caso, lo que sí es evidente es que sin Augusto Pinochet, el camino de la democracia chilena, si las cosas funcionan con la normalidad debida, debe quedar absolutamente despejado, sin las rémoras de un pasado cuyo mejor y único destino debería ser el olvido para construir ese futuro cuya esperanza se truncó con el asesinato de Salvador Allende.