Una juez suiza ha bloqueado recientemente los fondos depositados en el país por el peruano Vladimiro Montesinos, como anteriormente se habían intervenido cuentas del haitiano Jean Claude Duvalier, del congoleño Mobutu, del nigeriano Abacha, del angoleño Dos Santos, y de otros pertenecientes al selecto, aunque no instituido, club de dictadores evasores de capitales. Dicha política, tan justa como necesaria, se basa en una ley federal de 1998 sobre el blanqueo de dinero que obliga a banqueros e intermediarios financieros a conocer a los verdaderos beneficiarios de las cuentas y a denunciar toda actividad sospechosa a las autoridades. Posteriormente, en el 2003, una nueva disposición encaminada a poner en jaque a los políticos aún en el poder, obligaba a los banqueros a establecer reglas que permitan determinar qué clientes y operaciones representan un riesgo. Hora era ya de que dictadores y gobernantes corruptos expertos en saquear las arcas públicas en su propio beneficio dejaran de actuar con total impunidad y se enfrentaran a la posibilidad de tener que devolver lo robado a su auténtico propietario, el pueblo al que expoliaron. Pero en un anhelo de verdadera justicia se podría llegar aún más lejos, es decir, se podrían llevar a cabo auditorías de las deudas externas que pesan sobre la economía de los países pobres. Todos sabemos que los países pobres se ven obligados a destinar buena parte de sus presupuestos -que se podrían dedicar a inversiones públicas y sociales- a enjugar una deuda externa, muchas veces generada de forma ilegal por los dictadores de turno. Y es precisamente el hacer frente a esa deuda externa lo que impide que se empleen más recursos en la lucha contra la pobreza. Ciertamente se ha dado un gran paso, pero se debe continuar por ese camino ya que es tal vez la única forma de evitar que los pueblos hambrientos se vean obligados a apechugar con unas deudas que no son suyas, sino de los delincuentes que les gobernaron y gobiernan.
Editorial
Las cuentas de los dictadores