Tras la reciente reunión del Consejo de Ministros de Justicia e Interior de la Unión Europea celebrado en la localidad finlandesa de Tampere, quedó claro que los representantes de los países del norte y centro del continente continúan sin considerar como algo que les afecta el creciente fenómeno de la inmigración ilegal. Se diría que para ellos es un problema que atañe a los países del sur, cuando en realidad, por común, es un problema comunitario. Y no sólo por cuestiones humanitarias, o por razones de la solidaridad debida entre socios, sino por propio interés. Hay que tener en cuenta que los inmigrantes que llegan hacen uso de la libertad de movimientos permitida en el interior de las fronteras de la UE, y en muchos casos no se quedan en el país en el que han desembarcado. No es admisible, por tanto, una actitud de indiferencia, de dejar que el problema lo resuelvan unos países del sur a los que se les quiere adjudicar una especie de papel de guardianes de la frontera meridional de Europa. Consecuentemente, los jefes de Estado y de Gobierno de ocho países sureños -España, Francia, Portugal, Italia, Eslovenia, Malta, Grecia y Chipre- han enviado ahora una carta conjunta a la presidencia finlandesa de la UE y al presidente de la Comisión Europea en la que reclaman mayor implicación. Las medidas concretas a adoptar a fin de yugular la inmigración están en la mente de todos y por tanto no cabe detallarlas de nuevo. Todo se reduce a una cuestión de voluntad política, de lograr del conjunto de la UE un compromiso de ayuda económica y diplomática que garantice una coooperación que hoy no se da. Tal vez la cumbre informal europea que se celebrará el próximo 20 de octubre, también en Finlandia, podría ser el marco en el que resonara la nueva queja de un sur europeo que aspira a ser tenido más en cuenta en lo concerniente a un problema que no es sólo suyo.
Editorial
Un problema común