Menorca es un paraíso en el que podemos plantarnos en escasos veinte minutos en avión o tres horas en el rápido que zarpa de Alcúdia. Ya sea relax, cultura o marcha, el viajero no deja de sorprenderse ante la riqueza que despliega kilómetro a kilómetro, haciendo que, a pesar del tamaño de la isla, un fin de semana sea más bien escaso para descubrir todos sus encantos. La oferta hotelera es indudablemente extensa, habiendo desde modestos hoteles modernizados como el Carlos III en es Castell, que ofrece unas envidiables vistas sobre la entrada del puerto de Maó hasta los más íntimos y con carácter como El Hotel del Almirante, emplazado en un edificio del más puro estilo inglés y que puede convertir nuestra estancia en un viaje al pasado.
Para disfrutar al 100% de todos los rincones que esconde la isla, la mejor opción es contar con un coche, aunque abundan los valientes que se aventuran con las bicicletas. Como el calor aún aprieta, uno aún no ha hecho más que salir del hotel y el cuerpo ya pide a gritos sumergirse en aguas cristalinas, así que Cala Morell se convierte en una de los primeras paradas, una pequeña calita de fácil acceso y en cuyas inmediaciones se encuentra una de las joyas de la prehistoria menorquina, un conjunto de cuevas excavadas en la roca que se pueden visitar libremente.
Quizá el secreto de la belleza y magnífica conservación de las playas y calas de Menorca sea el hecho de que al estar rodeadas de fincas privadas cuyos dueños no han cedido a la especulación, acceder a ellas implique caminar entre 15 y 20 minutos, aunque una vez alcanzada las ansiadas aguas cristalinas, uno se olvida. Cala Turqueta, Cala Macarella o Cala Mitjana enamoran por su invitación a la tranquilidad y descanso, ya que la belleza de su paisaje no radica únicamente en el