La distancia física es de catorce kilómetros, pero la distancia cultural y política no puede medirse. Tánger, la ciudad que ha servido de inspiración evocadora a escritores como Paul Bowles, vive inmersa en un contradictorio proceso de modernización que no le impide mantener sus profundas raíces culturales árabes. La presidenta del Consell de Mallorca, Maria Antònia Munar, visitó hace unas semanas la ciudad marroquí para conocer de primera mano los proyectos de colaboración en los que participa la institución insular. Desde el hotel donde se alojaba Munar se ve España, el paraíso prometido para cientos de tangerinos que sueñan con atravesar esos 14 kilómetros de distancia pero, sobre todo, con saltar la barrera económica que separa a España de Marruecos.
La imagen de la contradicción marroquí se ejemplifica en Tánger como en ninguna otra ciudad. En el enorme puerto comercial, cientos de jóvenes, muchos de ellos menores de edad, esperan la menor ocasión para burlar la vigilancia y poder colarse en alguno de los camiones que cruzarán la frontera al paraíso. Desde el puerto se ven los neones que iluminan el casino ubicado en el paseo marítimo de la ciudad, donde enormes edificios dan fe de la fiebre constructora en la que vive la ciudad.
Las colas que hacen los niños en el puerto de Tánger no son las únicas que se ven en la ciudad. Cientos de marroquíes se apilan cada día a las puertas del Consulado de España en Tánger. «Cada año damos 25.000 visados para cruzar el estrecho hasta España», explica el cónsul de España en la ciudad, Tomás Solís Grajera. No es de extrañar si se tiene en cuenta que el sueldo medio de un ciudadano de aquel país está entre 150 y 300 euros.
Hay una Tánger que mira al mar con el anhelo de dejar atrás Africa, pero también hay otra Tánger que se mira a sí misma, orgullosa de su pasado y de sus raíces culturales. La Tánger del mar está en el puerto y en el paseo marítimo; la otra está en la kashba y en la medina. Una mira a la tierra que hay más allá del mar y la otra se eleva en las agujas de los minaretes hacia el cielo protector del que habló Bowles. El laberíntico dédalo de callejuelas que componen la embrión de la ciudad de Tánger evoca el sueño marroquí por excelencia. Un sueño de sastres, chamarileros, vendedores de especias, de teteras de platas, de caftanes, de gallinas y de patos, de joyas y de cerámica..., de lo que se busque. No hay bares, pero sí cafés. El alcohol no forma parte de la cultura árabe, pero puede adquirirse en algunos puntos concretos de la ciudad en los que se concentran los pocos turistas que visitan Tánger en su recorrido por Marruecos. Aún así, el cónsul de España en Tánger explicar que en la ciudad existe tolerancia hacia quienes sí consumen alcohol, tolerancia que es fruto de la presencia de más de 50.000 ciudadanos españoles que no hace tantos años vivían en la ciudad. En la medina y en los zocos están los típicos cafés donde los marroquíes toman un pausado té. No hay mujeres, sólo hombres. Si además coincide que el Barça juega un partido europeo la locura está garantizada. En la misma televisión española en la que siguen los partidos ven también los brillantes anuncios de los productos que supuestamente podrán adquirir sin dificultades cuando logren atravesar -si es que algún día lo consiguen- esos catorce kilómetros que les separan del supuesto paraíso. Nekane Domblás