El Everest no es cosa de niños. Lo saben los que han venido e, incluso, los que sólo lo han seguido desde fuera. Según datos recogidos por Everestnews, sólo entre los años 1975 y 2000, unas 175 personas perdieron la vida intentando coronar la cumbre más alta de la tierra por cualquiera de sus rutas. El año más mortífero de la gran montaña fue 1996, cuando quince escaladores perdieron la vida por negligencia y, sobre todo, por falta de experiencia. Un desgraciado incidente que fue muy bien descrito por el periodista norteamericano Jon Krakauer en su libro «Fiebre de Cima» (Into Thin Air. Death on Everest).
Si bien es cierto que, durante el mismo periodo antes mencionado, 1.200 personas de entre 16 y 65 años, de las cuales 75 eran mujeres, hicieron cima en el techo del mundo, el Everest es una montaña muy selectiva. No todo el mundo que se instala en el campo base (5.310 m.) consigue llegar arriba a pesar de que, algunos, tienen que volverse a casa sin tan siquiera haber podido sacar los crampones de la mochila ni poder alcanzar el campo 1, afectados por el mal de altura o por problemas respiratorios como el edema pulmonar o la bronquitis.
Sagarmatha, la diosa madre de la Tierra, no admite a cualquiera en su regazo. Así, en 2005, de unos 369 escaladores con permiso por la ruta suroeste, sin tener en cuenta los sherpas, sólo 39 consiguieron alcanzar la cima. Algunos volvieron con graves problemas de salud. Una escaladora iraní tuvo una trombosis cerebral y quedó en estado vegetativo y un sherpa de altura quedó parapléjico debido al alud del campo 1. Sólo el primer día de cima, el 30 de mayo, hubo tres personas con congelaciones. Esta es la dura realidad de una montaña que, a pesar de la «masificación», no admito bromas.
Joan C. Palos (Everest)