Otro año, y ya son veintisiete, celebramos el aniversario de la Constitución española de 1978 con revuelo y no poca polémica. De nuevo unos y otros opinan a favor y en contra de reformas y contrarreformas. Nos encontramos en un momento político en el que casi cualquier indicio de consenso parece imposible y, por tanto, resulta más conveniente aparcar la tarea de abordar cambios constitucionales. En un país como el nuestro, en el que la política no se concibe -como ocurre en otros lugares con más larga tradición- como el arte de la negociación y de la cesión, parece absurda la idea de modificar el texto fundamental que rige nuestra convivencia sin el necesario acuerdo entre los principales partidos.
Desde que los socialistas se hicieron con el poder y varias autonomías han comenzado a renovar sus estatutos de autonomía, se han planteado ya varias reformas necesarias de la Constitución: la sucesión de la Corona, el Senado, Europa, el Estado autonómico y hasta el lenguaje, que se ha quedado obsoleto.
El nacimiento de la infanta Leonor obliga, de entrada, a «abrir el melón» de las reformas constitucionales, pero detrás de esta modificación, sin duda, habrá que afrontar otras tan necesarias, aunque cuenten, a día de hoy, con un apoyo mucho menos generalizado.
Por eso, antes de abordar reformas como la del Senado, la mención a la Constitución Europea -que en España fue aprobada por mayoría, pero quedó suspendida en otros países- o el delicado asunto de las autonomías, hay que exigir, como siempre, una buena dosis de seny a nuestros políticos, mucha paciencia y un espíritu de concordia que les permita mirar hacia el horizonte con el bienestar de los españoles en mente, lejos de partidismos, de rencillas y de enfrentamientos estériles.