Cuando apenas han pasado dos semanas desde los trágicos atentados del 7 de julio en Londres, la capital británica volvió a sobresaltarse por cuatro explosiones, otra vez en el metro y en un autobús, aunque, en esta ocasión, afortunadamente, no se registraron víctimas. Como es natural, se repitieron escenas de pánico ante lo que pudo haber sido una nueva tragedia.
Estos hechos ponen en evidencia que los terroristas no cejan en su empeño de causar muerte y dolor amparándose en las más diversas argumentaciones. Sería erróneo por nuestra parte considerar éstas como justificaciones válidas. En el caso que nos ocupa eso sería caer en una trampa. Los culpables de las explosiones son los terroristas y no el Gobierno de Tony Blair por mucho que los primeros quieran amparar su injustificable conducta en la presencia militar británica en Irak y forzar decisiones políticas mediante sus insultantes y cruentas coacciones.
Ahora bien, dicho esto, cabe señalar que la política de intervenciones militares iniciada por la Administración Bush y secundada por Blair no ha supuesto avances significativos en la lucha contra el terror. Por ello es preciso que se replanteen ciertas iniciativas que han dejado de ser válidas. Y, además, en el caso del Reino Unido, lo que sabemos de los terroristas deja en evidencia que el enemigo no está en lejanos campos de entrenamiento, sino que podemos tenerlos en casa.
Eso supone que debemos afrontar el problema, sin duda, desde la perspectiva policial y jurídica, pero también educativa y legal. Sólo así, afrontando de forma integral el problema podemos esperar tener éxito. Aunque, claro está, para ello también es absolutamente necesaria la colaboración internacional para que deje de existir el amparo y la incentivación de un fanatismo absolutamente criminal en todos los rincones de la Tierra.