GABRIEL SABRAFIN
El segundo capítulo de la serie «Zona roja» dedicado a Balears se
ocupa, salvo una corta referencia a Eivissa, de lo ocurrido en
Mallorca en la etapa inmediatamente posterior al frustrado
desembarco republicano, explicado profusamente en la primera
entrega. El reportaje contempla al mismo tiempo la rápida expansión
del fascismo en Mallorca y la consiguiente represión de los
republicanos. En ambas tuvo mucho que ver un personaje siniestro,
enviado personalmente por Mussolini que, sin embargo, lo relevó
cuatro mees después.
El día 26 de agosto del 36, un hidroavión italiano ameriza en la bahía de Palma y de él desciende el conde Aldo Rossi presentándose con la graduación de general aunque, según escribió Bernanos, ni era conde, ni general, ni Rossi. En realidad se trataba de Arconovaldo Bonacorsi, un abogado de 38 años con unas dotes histriónicas sólo comparables a su avidez sexual y a la sed de sangre, ambas insaciables. Con cincuenta falangistas, elegidos entre las familias acomodadas, organiza su guardia pretoriana que bautiza como «dragones de la muerte» y marcha a Porto Cristo donde aún combatían los milicianos de Bayo. «Iba cubierto de armas y daba miedo» -afirma un viejo falangista entrevistado- y sus consignas eran muy claras: no hacer prisioneros; todos muertos. Las imágenes de época se complementan con otras actuales donde se muestra un aparcamiento, bajo cuyo asfalto está la fosa común que contiene los restos de aquellas víctimas.
Desfiles interminables, actos multitudinarios, grandilocuencia, mítines y proclamas, efectuados siempre según la parafernalia fascista, son secundados por auténticas multitudes hipnotizadas ante el «héroe» que se definía como «un fascista venido voluntariamente para poner mi mente y mi brazo al servicio de España». Las imágenes de «Zona roja» son del todo elocuentes. Como evocadora resulta la visión, en blanco y negro, del antiguo Hotel Mediterráneo, al borde del mar, donde Rossi instaló su residencia y cuartel general. Lógicamente, sin referencias de ningún testigo directo, el programa comenta las desenfrenadas fiestas con mujeres de la alta sociedad que, rendidas por el atractivo del italiano, acababan sometiéndose a sus caprichos sexuales saciados, si la dama no era suficientemente experta, por prostitutas profesionales de un burdel próximo. Como contrapunto, una anciana republicana comenta: «Nunca le encontré guapo ni atractivo. Ni a él, ni a ningún italiano». No compartieron este criterio algunas mallorquinas que, deseosas de casarse con un italiano o un alemán, estaban obligadas a presentar un certificado de limpieza de sangre. Rossi es mostrado -en pantalón corto o a caballo, haciendo el saludo romano y armado hasta los dientes- al frente de desfiles o concentraciones que provocan el delirio, a tenor de la banda sonora que acompaña a las imágenes. Hábil manipulador de estas últimas, dirigió y protagonizó filmaciones -el programa muestra algunos fragmentos- sobre el comportamiento de sus «dragones» en la lucha. Arengas, discuros con frases como «mataremos a madres, padres e hijos para que la semilla marxista no fructifique» traducidos a menudo por el sacerdote mallorquín que le acompañaba, arrancaban aplausos y vítores entre las gentes de Palma y de los pueblos que visitó en buen número. «Mallorca es de derechas», afirma en el reportaje un antiguo republicano, mientras un viejo falangista aclara: «Aquí sólo podías ser o de Falange o ruso». Una visión muy simplista de un problema ancestral.
Mientras tanto, los republicanos huían de Palma para refugiarse en el campo y escapar de ser encerrados en la prisión improvisada de Can Mir o, lo que era aún peor, de acabar en una cuneta con un tiro en la nuca o fusilado en el paredón del cementerio. Algunos lo consiguen y lo cuentan en el programa. Un trozo de pan, un pedazo de queso o algunas frutas del huerto eran -según palabras de uno de aquellos fugitivos- lo único que los payeses podían ofrecer para calmar la necesidad. En Can Mir no se comía mejor: judías al mediodía y boniatos hervidos y sin pelar, por la noche. Esta era la dieta para 6.000 reclusos, hacinados donde sólo cabían 2.000. Especialmente patéticas son las imágenes de niños, vestidos con indumentaria militar y desfilando con armas reales o simuladas. El episodio del hundimiento del crucero «Baleares», descrito por un superviviente, muestra imágenes de los llamados «flechas navales» a bordo del buque que, casi setenta años después, producen un sentimiento de incredulidad. Era la misma estética, la misma sinrazón seguida por el nazismo alemán o el fascio italiano: la manipulación de niños con fines vergonzosos.